El comportamiento humano es el producto de un combate sin tregua entre la bondad y la maldad, entre la materia y el espíritu; y en un tiempo como el que vivimos, dominado por una creciente negación de la trascendencia, la reflexión humanística se hace imprescindible. La civilización occidental periclita en medio —a causa— de su abundancia; se desliza por la pendiente del relativismo, que sólo es una mentalidad facilista y acomodaticia, regalona y embustera. Hemos bajado con rapidez vertiginosa desde los hitos del intelecto humano, desde las cumbres del ideal, a las zahúrdas de la ramplonería y los albañales del instinto. La rebelión de las masas, predicha por José Ortega y Gasset a mediados del siglo xx, alcanza su apogeo. La vulgaridad se impone dondequiera. El hombre se vuelve a ensoberbecer por enésima vez y con más medios que nunca; reniega de su mejor dimensión, del crisol de su nobleza; y así, pretendida, infantilmente liberado, se lanza sin pensar a la pocilga del animalismo, a convertir su blanca epidermis de criatura escogida en la peluda corambre del cerdo. La humanidad experimenta, como grupo, los mismos vaivenes, idénticas zozobras que un solo individuo, y este fenómeno se agudiza combinado con el gregarismo. La especie se adentra hoy en sus horas más bajas, precipitándose, atropellándose, poniéndose zancadillas audiovisuales y grilletes electrónicos.

Esta degradación humana se verifica en muchos ámbitos: en veredas ocultas y en escenas tenebrosas que hace falta iluminar. El mal se multiplica en la oscuridad y se alimenta, entre otras porquerías, de ignorancia. La luz y el discernimiento son sus enemigos; por eso quienes buscan la destrucción del hombre no escatiman esfuerzos para evitar que salga de la caverna platónica.

Atravesamos una región pantanosa llena de hondos pozos y viscosísimos lodazales. Un brillo tenue, insuficiente, fosfórico difumina los matices; una luz capciosa, procedente de los medios de comunicación, y una luz negra, espectral y turbadora que sale del entretenimiento industrializado, nos obligan a entrever la realidad con los párpados caídos, como en las pesadillas. Y un olor de azufre, un tufo discotequero, una hediondez de tugurio digital nos abruma el olfato. No dejemos que tengan la última palabra. No permitamos que nos aturdan.