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Siempre nos quedará París

Claro que hay gentes dedicadas a la cosa pública que han creído en esos valores fontanales de la democracia, la civilidad y la cultura políticas universales. Pero suelen durar poco.

En la inmortal Casablanca, Ingrid Bergman le dice a Bogart en la habitación de su hotel: «El mundo se cae a pedazos y nosotros nos enamoramos». Quién pudiera suscribirlo. Porque el mundo se ha caído a pedazos siempre, todos los días de todos los siglos. Eso sí, en ocasiones, el estruendo es de tal magnitud que declaramos lo peor, la guerra, la devastación, el fin de todos los fines, la calamidad como estado natural humano.

No, no es cierto que siempre nos quedará París, pero la frase era hermosa y el simbolismo atraviesa el celuloide desde el Café de Rick en la Casablanca de 1942 hasta nuestros días. Sí, soñamos o fabulamos con que incluso en las situaciones más adversas siempre nos quedará Paris.

La vida no suele hacer regalos, en todo caso se los cobra carísimos, y la caída es siempre mucho más fuerte que el ascenso e infinitamente más postrera que la llegada. El poder arruina siempre las mejores utopías porque las envilece con sus manos repletas de interés, vanidad y encubrimiento. No hay ningún poder limpio. No hay ningún poder hermoso. No hay ningún poder, por democrático que lo sea, que no resulte poder.

«Hay puñales en las miradas de los hombres», escribió en verso memorable Shakespeare. Y es cierto. Nada se perdona, ni nadie es perdonado. Ni en la vida ni en la política. En esta última es inútil disculparse porque los errores no existen. Sólo se valoran los aciertos mientras el cemento del ejercicio del poder los permita valorar como tales. Y nunca hay segundas oportunidades.

Podemos verlo a diario en la gestión de los gobiernos, en los partidos, en las partidas. En general, en toda acción pública. Difícilmente se valora el esfuerzo y el sacrificio por llevar las cosas lo mejor posible, con decencia, sin excesivas alharacas, con afán de servicio público y con altura de miras.

Y claro que hay política así. Muy poca. Y claro que hay gentes dedicadas a la cosa pública que han creído en algún momento de sus vidas en esos valores fontanales de la democracia, la civilidad y la cultura políticas universales. Pero suele durar poco. Suelen durar poco. La endogamia de la mesnada se lleva por delante todas las buenas intenciones y los mejores sueños convirtiéndolos en un juego de niños inocentes donde algunos, los que están en la pomada, saben que no, que ni siquiera quedará París que recordar.

¡Ay de los vencidos!, sentenció Roma para la eternidad. Y así es. Las segundas oportunidades, las segundas vueltas y las segundas intenciones no sirven. Porque nadie las reclama, ni las precisa ni las quiere. Ni siquiera los que alguna vez soñaran con su posibilidad, cuando ven como todo sigue imperecedero su curso conocido.

Pero no se lean estas líneas de hoy desde desánimo civil alguno. Todo lo contrario. Precisamente porque se sabe cómo funcionan las cosas, se ansía algo diferente, que las cosas humanas puedan serlo, que los intereses se transformen en legítimos, los orgullos en vanidades incluso ejemplares y los cantos de sirena en una larga salmodia que tan sólo sirva para recordar los versos de La Odisea de Ulises recreada por Constantino Cavafis en su Viaje a Ítaca.

Ni siempre nos quedará París ni llegaremos viejos y sabios a fondear en la Ítaca de nuestra juventud. Precisamente porque ya habremos descubierto mucho antes lo que son y significan las Ítacas en la vida práctica, en la realidad del brete y el bregar humanos. Pero no por ello dejaremos de comprometernos con las causas que creemos nobles, o dignas de serlo, con la búsqueda de lo justo, lo bello y lo bueno, eso que hoy chirría por desconocido en la selva virgen en la que hemos convertido el orden social.

Azaña, en su Velada en Benicarló, ya perdida la guerra civil, camino del exilio, escribía que pretendió edificar la República en la razón y la experiencia. No, no fue posible. Parece que esos dos bienes políticos de primer orden se nos resisten como gato panza arriba: el cultivo democrático y sereno, dialogado y fructífero de la razón y la experiencia. Y añado: el sentido del Estado y la conveniencia de los acuerdos, antes siempre que la vulgaridad del enfrentamiento boxístico que no tiene nada de épico y resulta escasamente deportivo desde los escaños de los parlamentos y no digamos desde los despachos de los ejecutivos.

Y quizá a la postre siempre nos quedará Paris aun cuando el mundo se venga abajo y no nos enamoremos en un hotel de la ciudad de la luz en el anochecer de la segunda guerra mundial.

Todos merecemos una segunda oportunidad. Y eso es precisamente lo que el dramatismo de la vida no parece querer concedernos una vez ya hemos ensayado la primera parte de nuestras vidas. Por eso susurraba aquella bellísima Ingrid Bergman del 42: «Tócala otra vez Sam»... sí, otra vez, como si fuese la primera.

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