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Matías Vallés

Por favor, alguien que odie a Leonard Cohen

El primer aniversario de la muerte de Leonard Cohen se ha conmemorado con mayor énfasis doloroso que su muerte. Algo inquietante sucede, cuando millones de personas en todo el planeta se confabulan en el recuento de los días que faltan para la efemérides de un poeta de culto. En principio, ocurre que el artista ha perdido la vitola elitista que debía marginar a sus escasos pero gozosos adeptos.

El difunto Cohen está más concurrido que una playa de su amada isla de Hydra en agosto. No me sorprendería escuchar a un dirigente de Ciudadanos aplaudiendo al canadiense. Al fin y al cabo, compuso una canción llamada Himno o Anthem. Y a los queridos progresistas habrá que advertirles de que también escribió Flores para Hitler, no solo en sentido figurado. Ni siquiera tengo claro que el autor sobreviviera al escrutinio sexual imperante hoy en el mundo de la farándula.

En vida, Cohen sugirió una moratoria de versiones de su cántico Hallelujah. Un año después de su muerte, exigiría que le dejaran descansar en paz, en vez de esculpirle una versión unisex de ídolo para todas las tallas. Cada mujer en su sano juicio ha despachado alguna vez a un novio paliducho, que la martirizaba con las canciones de amor y odio del depresivo indigesto. Ahora, los seres humanos quieren extinguirse unánimes en brazos del cantante tardío.

Por favor, necesitamos a personas valientes que odien a Leonard Cohen. Recuerden su voz de exprimidor de cítricos, su impavidez, su alistamiento con los israelíes en las guerras contra los árabes, su condición de cantante favorito del sanguinario Ariel Sharon. Incidiremos en la labor de zapa, evocaremos al septuagenario avanzado que recibe solícito en su camerino a Nicolas Sarkozy y a Carla Bruni.

Hemos encontrado el camino correcto del descrédito. En un concierto en el infausto Palma Arena mallorquín, los entonces deslumbrantes Iñaki Urdangarin y Cristina de Borbón también pidieron ser agasajados por Cohen en sus dependencias. El cantante accedió, "qué remedio, ya tuve que hacerlo con el presidente de Francia". Pues bien, los Duques de Palma prefirieron departir con Fernando y David Trueba ante el público, antes que enclaustrarse con el cantante tristérrimo. Qué gran lección desmitificadora. Y agárrense, porque Elena de Borbón empezó el concierto como espectadora y se largó aburridota al descanso. Aquel gesto rupturista despierta en mí un singular aprecio. No volveremos hasta que no podamos estar a solas con Cohen.

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