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Los mil grados del gris Madrid

Juan Gil Albert solía decirme «no salgo de mi asombro». Y lo mío es una verdadera recaída en el asombro, cuando me leo, por encima encima, una homilía de monseñor Muñoz Molina, alías académico, ex de la cosa del Cervantes en Washington square, a nuestra cuenta, faltaría más. Pues va y dice el vate, de más allá de Despeñaperros, que llegó a Madrid en 1974 y viendo que todo era gris, pues se bajó a Granada, que no es su tierra natal. Y que allí creó con unos amigos un ambiente literario. Me permito decir, por poner un solo ejemplo, que allí en 1970 ya estaba Juan de Loxá ejerciendo magisterio, largo y profundo. Y le visitamos con las hermanas Sánchez y conocimos bien a Carlos Cano, avispado seductor de mujeres y de hombres, los hechizaba con su duende.

En revenant à nos mutons, Madrid era tan gris entonces, que yo llegué una mañana, con Siurana, en un destartalado descapotable blanco, y desde el hotel Alexandra me dirigí a la redacción de Informaciones, y tuve la suerte -mi hado favorable- de que me recibiera Pablo Corbalán, cogiera le artículo que yo llevaba bajo el brazo y a partir del siguiente suplemento me vi entre Rafael Conte y Torrente Ballester. Y no llevaba recomendación ni de Julio Romero ni de papá franquista, como Juan Luis Cebrían, luego su jefe bienamado y compañero en la RAE (vaya pastizara).

Como Madrid era tan gris, me fui a saludar a Juan Benet y él siempre me acogió con cariño, respeto y humor, y de paso íbamos a la casa de enfrente donde vivía García Hortelano, materia gris, creo.

Y en eso me llegué al café Gijón de la mano de Fernando Fernán-Gómez, o igual me llevó Emma Cohen, tanto monta, monta tanto, un sol y siete lunas juntas. Y ahí me senté a aprender, con ilustres como Manuel Alexandre o Agustín González. De entrada no estaba mal. Y me enrolaron en Un enemigo del pueblo (no era mi debut, pero sí en teatro comercial, ay, con un Ibsen).

Visitamos a los de The boys in the band (sí, en español) y Corroto y Galiana fueron amabilísimos. Y Pellicena, amigo para siempre. No diré nada de David Carpenter, guapo y burgués de Canarias que hizo Dos gotas de sangre para morir amando. Era todo tan gris€

Y ese mismo viaje o todo seguido otro, vi Las criadas, como había visto en Barcelona el Marat/Sade de Peter Weis traducido por mi amigo Alfonso Sastre y luego me iba con él y Eva Forés de cachondeo político, intertextual y discotequero (con Emma, todo mejoraba así). Me daba congoja tanto gris. Y cuando fui a ver el estreno de Yerma, ya era uno y lo mismo con Núria Espert, amiga y adorable cómplice, desde que en 1968 vivíamos y representábamos sin querer el doble de Huis clos de Sartre. Todo era de un gris subido.

«Tots els colors del gris», diría, parodiando a mi amigo -entonces más que ahora- Raimon. O «Al vent del món», tn ricamente pobres y dignos, tan a gusto . Y bueno, como la tinta era gris, me iba a charlar con Consuelo Bergés, que traducía a Proust para Alianza, desde 1969, o Flaubert y a Saint Simon. Ay, qué grisalla. Yo intentaba traducir a Uberville o a Mayakoski del ruso (tres sobresalientes seguidos). Y para cambiar visitaba a Julio Caro Baroja, el bueno, con sus hechiceras, su tío y su Itzea en lontananza. Se me caía encima el cielo gris de Madrid (y ahí escuchaba al amigo Quico Pi de la Serra, con su humor, y me lo tomaba todo a broma, cómo no). Así que volvía a mi gris València donde me esperaban en el Hotel Inglés Ernest Lluch, Amadeu Fabregat , Luís Racionero y Guillermo Carnero. No salíamos del gris. Algunos siguen.

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