Hace unos días, un medio de comunicación valenciano publicaba una carta acerca de la crisis del Palau de les Arts. No voy a entrar en el asunto de fondo, pero comentaré la carta. Una pena, viene a decir el autor; si el problema es el dinero público, mejor sería gastarlo en la ópera que en el nuevo proyecto de televisión autonómica. Él nunca ha ido a la ópera, explica, pero al menos da prestigio a la ciudad. Aunque sé que es una causa perdida, debo reconocer que simpatizo con esa opinión en lo sustancial. Con lo que no estoy de acuerdo es con el argumento que se esgrime en su defensa.

La búsqueda de prestigio es la peor de las razones para gastar dinero, sea público o privado. Implica una fetichización de las apariencias. Deriva, en definitiva, de una tara moral heredada de la pequeña burguesía decimonónica, como, por ejemplo, la que Zola satiriza en Pot-Bouille. La ridícula esclavitud de las señoritas Josserand, que se pasan los días descosiendo y recosiendo el único vestido de noche que tienen con el fin de que parezca nuevo cada semana cuando van a la recepción o el baile de los vecinos. O, si se trata de dinero público, la cursilería del alcalde que monta un tinglado para presumir de que por las calles de su pueblo circulan Ferraris. En València ya la hemos sufrido en la época, no muy lejana, en que un gobierno municipal se empeñó en que la vieja ciudad fundada por los romanos en la desembocadura del Turia se hiciera famosa emulando la supuesta fama de ciudades como Indianápolis o Le Mans. (Entre paréntesis: ¿ha estado el lector alguna vez en Le Mans o Indianápolis?).

La búsqueda de prestigio era un argumento que se esgrimía frecuentemente antes de la crisis para justificar la creación de museos nuevos en España. Típicamente era un argumento de la derecha. No sólo porque la derecha era la que mandaba más, y por consiguiente la que más ocasiones tuvo de esgrimirlo, sino por coherencia ideológica, porque era el argumento que mejor casaba con su visión del mundo y su contextura moral. Por eso sorprende que aflore también, más frecuentemente de lo que sería previsible, en el argumentario de la izquierda. Como cuando se dice que el objetivo de la nueva etapa del IVAM es recuperar el prestigio perdido.

Ni el Museo del Louvre, ni el British Museum, ni la National Gallery de Londres ni el Metropolitan Museum de Nueva York ni el Museo del Prado respondieron en su origen, ni responden hoy en su funcionamiento, al propósito de buscar prestigio. El museo es una institución hija del pensamiento ilustrado del siglo XVIII y su propósito esencial es educar a los ciudadanos. Todos los ciudadanos. Los de mi ciudad y los forasteros. Ese es también el propósito del IVAM. Uno de los rasgos más significativos de su proyecto original era la revista Kalías, concebida y dirigida por José Francisco Yvars. El título era muy meditado. La alusión al célebre ensayo Cartas sobre la educación estética del hombre, de Schiller Kallías, estaba cargada de implicaciones programáticas.

Schiller formula básicamente tres tesis y las tres son esenciales para la definición de lo que era y sigue siendo un museo. La primera es la autonomía del arte, consecuencia de la disolución de los lazos que lo subordinaban a la religión o a las ideologías políticas imperantes en el Antiguo Régimen. Sólo cuando sale de una iglesia o de un palacio para entrar en un museo alcanza la obra de arte la plenitud de su valor estético. Sólo entonces deja de ser un instrumento al servicio de fines que le son ajenos para ofrecerse a la mirada del espectador como un objeto saturado de valor en sí mismo. Y sólo entonces puede desarrollar las otras dos virtudes que, según Schiller, lo hacen insustituible en la educación, o crianza (erziehung), del hombre como tal: estimular lo que el poeta alemán llama la «imaginación productiva» y desarrollar la conciencia de historicidad. La imaginación productiva es la facultad que nos permite ir más allá del presente inmediato, vivir, como en juego, otros mundos posibles. La conciencia de historicidad deriva de la diferencia entre el arte clásico (el de la Antigüedad grecorromana) y el arte moderno (el romántico, en tiempos de Schiller). El beneficio que cultiva es una actitud de apertura frente a la pluralidad de la belleza (y de los valores morales, cabría añadir, porque lo estético y lo ético están siempre emparentados). Las dos facultades son necesarias para que vivamos el cambio histórico como sujetos libres y no como simples objetos pasivos.

Pero, insisto en ello, la primera función de las instituciones artísticas, y sin ella no pueden darse las otras dos, es garantizar la autonomía del arte mismo. En tiempos de Schiller esto significaba liberarlo de los vínculos que lo subordinaban al ámbito de la religión. El peligro hoy es otro y viene del mundo de la política. La política es, en su práctica cotidiana actual, un juego de partidos enfrentados en el que cada partido defiende, más o menos legítimamente, su propia visión del mundo, sus propios valores. La función educativa del arte, en cambio, es universal y exige el reconocimiento de que la experiencia estética se desnaturaliza radicalmente si se la subordina a valores que le son ajenos. Si se la pone al servicio de, por ejemplo, el patriotismo, la «construcción nacional», el «cambio» revolucionario o, más nociva y ridículamente, el «prestigio» de un partido o de una identidad colectiva.

Para evitar esa desnaturalización, los museos y las instituciones artísticas deben desarrollar su actividad a la mayor distancia posible de la vida política; nada las lleva a la ruina tan rápidamente como ser usadas como armas en la lucha partidista. Y deben vivir también, en su día a día, a la mayor distancia posible de la administración pública general, ya que son instituciones frágiles, diferentes, que requieren ser reconocidas en su singularidad, también a nivel administrativo. Aunque costó años y muchos disgustos, los principales partidos políticos españoles acabaron reconociendo estas verdades, pactaron en los años 90 del siglo pasado y, gracias a ese pacto de despolitización y autonomía administrativa, los grandes museos e instituciones culturales de Madrid pueden rendir hoy, razonablemente bien, el servicio público que les es propio. ¿Sería mucho pedir que ese pacto se reprodujera en la Comunitat Valenciana?