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Inventario

Más o menos llegadas estas fechas, en mis ya lejanas niñez y primera juventud muchos comercios cerraban durante unos días y ponían en la puerta un sobrio cartel con la leyenda: «Cerrado por inventario». Se trataba de comprobar el género existente y ver qué y cuánto debía comprarse para el siguiente año. Hablo de una época entrañable, de dimensiones domésticas, cuando en las tiendas había mostradores de madera y, tras ellos, personas que atendían a los compradores. Dependientes sabios, con iniciativa y con un lápiz detrás de la oreja -años después, en un alarde tecnológico, los lápices quedaron sustituidos por bolígrafos- que, al final de la transacción, hacían la cuenta de lo gastado por el cliente sumando allí mismo, de cabeza, y que, al llegar al importe total, reclamaban la supervisión del encargado. En mi cerebro infantil -ya saben, esa tierna esponjita de los niños que absorbe cuanto ocurre a su alrededor- quedó para siempre impreso el «¡Sinesio, repaso!» que exclamaban aquí y allá los dependientes de un comercio, milagrosamente vivo aún, del centro de Sevilla.

Diciembre es época de inventario. Todo diciembre. Enterito, igual que desde hace casi una quincena ya es Navidad. El mismo fenómeno global que impone las cazadoras de borreguillo y las botas altas en los escaparates a finales de agosto, y los bikinis en febrero, ha decretado que el rubicón del uno de diciembre abra la veda. Así, a estas alturas lo suyo es andar de cabeza poniendo árboles y belenes, planeando cenas y almuerzos más o menos pantagruélicos, y calculando -casi siempre con disimulado horror- cuántos euros va a suponer el capítulo de los regalos. Mientras tanto, por otro lado, los medios de comunicación se dedican a tirar de archivo y a desplegar, en vertiginoso abanico, los acontecimientos más destacados del año que va de retirada. Asimismo, comienzan a aparecer las tradicionales encuestas que pretenden establecer listas de libros, películas, famosetes, o lo que sea, más populares del año. El inventario de un año es como el tráiler de una película: se eliminan todos los momentos tediosos, mal vividos, los tiempos muertos, los arrepentimientos, las miradas atrás, y se crea un cóctel que resulta ser puro nervio, pura emoción, un videoclip lleno de claroscuros -cuanto más claroscuro, mejor, porque ya no se sabe montar de otro modo- que deje al lector o, casi siempre, al espectador sin aliento. Últimamente se ha vuelto un clásico que los tráilers valgan mucho más que las pelis.

En los días que quedan para que acabe el año reviviremos instantes que quizá no desearíamos haber vivido, y volveremos a hacernos cruces ante situaciones que nos indignaron o nos preocuparon. La experiencia se parece un poco a ese momento que, según dicen, se siente al cruzar la frontera entre vida y muerte: un rápido pasar de la vida ante los ojos. Esperemos que el tránsito de 2017 nos lleve a todos a un mundo mejor y cruzaré los dedos para que en estas tres semanas no se le ocurra a ningún iluminado, líder o paisano, querer pasar -todavía más- a la historia mediante nuevos bombazos o simples decisiones letales.

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