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Los años botánicos

La Voz y su amo

"Bon dia, no, no s´han enganyat de dial, açò és À punt i punt"

"Bon dia, no, no s´han enganyat de dial, açò és À punt i punt". Más o menos de esta manera hemos vuelto a hacer historia por tercera vez en la historia de la radio. La primera que ocurrió algo parecido fue en la Cope, todavía en pleno franquismo; la última, en la extinta Canal 9, ya en el lermismo. Ahora, en esta enésima reaparición de las emisiones en la lengua propia y apropiada, me ha llamado la atención la selección de las canciones que comenzaron a sonar on the air. Así, de los míticos Obrint pas, Al país de l'olivera fue la primera. Fue un acto de justicia, pues el grupo de Benimaclet -cuando estaba en activo- se abrió paso siendo pionero en gustar aun sin ser entendido.

Este hecho, habitual cuando se escucha el guachi-guachi de las bandas anglosajonas o escandinavas, es un caso inaudito cuando se auditan grupos del terruño. Por ejemplo: a Raimon, si no lo pillabas interpretando a los clásicos del Siglo de Oro, se le entendía tanto que incluso lo ponían en los karaokes de la universidad madrileña. Sin embargo, el mérito de los músicos de Obrim pas consistió en hacerse incomprensibles en cualquier parte del mundo.

A que otro que también que se le captan bien las letras es a Pep Gimeno. El Botifarra, a quien es mejor no perdirle bises, porque repite, también sonó el día de la reentré radiofónica. Y lo mismo ocurrió con el cantactor Ovidi que, desde el más allá hertziano, volvió a regalarnos su ejemplo moral y, ya se sabe, que no hay nadie con más moral que el alcoyano. Y así hasta diez grandes hits, que en nuestro caso nunca son ni demasiado grandes ni demasiado hits, aunque, eso sí, son nuestros. Yo, repasando el top ten de mi banda sonora, eché en falta La una, la pruna, La Tarara y La Maredeueta, un la,la,la más viejo que el de Massiel con el que los de mi quinta nos montábamos un particularísimo La,la,land, cuando aún no se reivindicaba nada, el idioma era algo natural o, simplemente, se daba por perdido. Bueno, tampoco es plan de ponernos nostálgicos que después vino la Nova Cançó y pasamos de aquel La menor al Sí con bemoles.

Mención a parte me merece La Gossa Sorda, pues quiero tomar prestado el nombre de esta agrupación para improvisar una fábula a la manera de La Fontaine. En un tiempo en que los chançoniers alcanzan ya la condición de ilustrísimos concejales o de venerables diputados, pienso que el cuento del perro y la voz de su amo servirá de enseñanza a los lectores de estas crónicas apócrifas y presidencialistas.

Érase que se era, el dueño de una finca situada en medio de un bosque remoto. El hombre apenas hablaba con nadie y la soledad le había convertido en un ser huraño. Una noche, en mitad de la ciclogénesis explosiva más terrible que jamás había conocido en su ya larga existencia, creyó escuchar que alguien golpeaba a la puerta. Y cuál no sería su sorpresa que al abrir, en lugar de hallar una persona perdida en medio de aquel temporal, quien estaba plantado frente a él era un can impasible. Al parecer, el animal no temía a las inclemencias del clima adversas, pues para llegar la casa había tenido que atravesar aquella montaña sin sendas, ajeno a las aparatosas caídas de los abedules, a los incendios que provocaban los rayos y a las centellas, y a los arrumbes de los aludes de nieve que se despeñaban por la ladera hasta el fondo del valle.

Esto hizo cavilar al montañés que tenía que tratarse de un ejemplar de san bernardo, el perro perteneciente a la raza más heroica que se conocía. Él no había visto a ninguno, pero sí que había oído contar en la taberna del pueblo en los días de mercado cómo estos santos salvaban la vida de los más desvalidos y reanimaban a los heridos a base de lengüetazos y ofreciéndoles un trago de alcohol de las barricas que portaban colgadas del cuello lanudo. Sin embargo, con el transcurso de las semanas y el restablecimiento de la normalidad climática, comprobó que el perro no era como él se lo había imaginado. Resultó que era sordo de nacimiento, no atendía a nada, ni a nadie, tampoco a la voz su nuevo amo. Era por ese motivo que no se inmutó en la noche de la tormenta, lo mismo que le ocurría después cuando los ruidos los provocaban el hacha en el leñero, la campana de la ermita o los cencerros de los terneros. Iba a su aire de aquí para allá, sin responder ni una vez a la orden del sit imperioso y los otros mandaos del montañés. Eso sí, Voz -así llamaba su amo a la perra sorda-, a pesar del aparente ensimismamiento que le provocaba la falta de audición, nunca faltó a su cita: las cinco comidas diarias.

Moraleja: si montas un medio de comunicación público e independiente (perdón por el oximoron) lo menos que debes exigir es que el pienso no te salga por un pico; aquí ya tuvimos al chucho Babalà y zampaba como ciento un dálmatas.

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