Durante el desarrollo y desenvolvimiento del siglo XIX en la narrativa española sólo existieron dos movimientos importantes emergidos en Francia: el realismo, que parece que tuvo su cuna en las plumas de Eugenio de Sue y Gustavo Flaubert; y el movimiento naturalista, que apareció con las creaciones de Emilio Zola.

Esteban Gutiérrez Díaz-Bernardo, Licenciado en Literatura Hispánica, ha descrito el Siglo XIX con estas elocuentes palabras: «El fenómeno es bien conocido; durante el último tercio del Siglo XIX y singularmente en sus destacados finales la narrativa española conoció una época de esplendor nunca antes alcanzado. Hay en efecto un crecido número de novelistas cuyas obras, casi cien años después, siguen siendo dignas de estudio por varias razones».

En esta generación de novelistas españoles resulta justo destacar las figuras de tanto relieve como Benito Pérez Galdós, Pio Baroja, José María de Pereda, Fernán Caballero, Pedro Antonio de Alarcón, Juan Valera, Emilia de Pardo Bazán, Concepción Arenal, Armando Palacios Valdés, Leopoldo Alas "Clarín", José Octavio Picón, José Zahonero, Luís Coloma, José Ortega Munilla, Miguel de Unamuno, Ramón del Valle Inclán, Manuel Fernández y González, Eduardo López Bago, Alejandro Sawa, Juan Bautista Amorós, Vicente Blasco Ibáñez, Salvador Rueda, Luís López Ballesteros y Emilio Gutiérrez Gamero, entre otros muchos escritores que cultivaron la novela con acierto.

La novela española se vinculó al movimiento realista que mantuvo su vigor a través de todo el siglo y estuvo presente en el movimiento naturalista que cultivaron Emilia de Pardo Bazán, Leopoldo Alas ´Clarín´ y Vicente Blasco Ibáñez. Éste fue, por su producción de narrativa, igual que Pio Baroja, Armando de Palacios Valdés y Benito Pérez Galdós, destacados intelectuales enamorados de la nación que les ofreció su nacimiento y dignos de la admiración de todos sus hijos. Del genio y del ingenio como escritor ha escrito el crítico literario francés, Camilo Pistollet, en 1928: «A Vicente Blasco Ibáñez se le puede discutir su escasa cultura libresca, su impotencia para los problemas de visión retrospectiva a lo Flaubert, su estilo desaliñado, los defectos formales de redacción, su falta de medidas en lo constructivo; pero lo que es forzoso reconocer en él se refiere a su portentosa y vivísima imaginación, a su expresividad sugestiva recamada de luces y tonos, su fuerza humana para crear personajes de carne y hueso, su facilidad y gracia evocadora, sus alegres, fáciles y originales imágenes literarias, la tensión expansiva por sus simpatías noveleras, su luminosidad vital, el interés y amenidad de sus mejores novelas, el interés y amenidad que subyuga desde cualquier capítulo de cualquiera de sus obras».

Sus obras más destacadas pueden ser En el país del arte (1896), La Catedral (1903), La Bodega (1904), La horda (1905), Oriente (1907) La Argentina y sus grandezas (1910), Los argonautas (1914), Los cuatro jinetes del Apocalipsis (1916), Mare Nostrum (1918), Los enemigos de la mujer (1919) y La vuelta al mundo de un novelista (1925). A través de su desarrollo expuso su pensamiento político, sus ideas republicanas, su sensibilidad de novelista y la belleza intelectual del hombre occidental. Que Blasco Ibáñez sentía una recia admiración por la obra de España en el desarrollo de su actividad en el ambiente universal es un hecho que ha quedado grabado a través de sus propias declaraciones. Las palabras definen los pensamientos de los hombres. No cabe duda que el hombre puede engañar a sus semejantes, incluso a sus propios hermanos, pero el hombre lo que jamás podrá hacer es engañarse a sí mismo. Por esta razón hay que aceptar la veracidad en las palabras de este escritor sobre la obra de España.

En 1927 confesaba desde su residencia de Mentón, en los Alpes marítimos franceses, cuando comenzaba a notar como la vida se le escapaba silenciosamente: «El mundo debe conocer mejor a España y a los españoles de origen, que han civilizado y creado tres cuartas partes de América». Tenía razón. En estas palabras ponía de manifiesto la grandeza y belleza de su españolismo. En esta frase es donde con más transparencia dejó definido Vicente Blasco Ibáñez la arboladura de su españolismo. A través de este pequeño grupo de palabras castellanas invitó a los hombres y a los pueblos a valorar y comprender a España y a los españoles como un pueblo que ejerció durante años una función civilizadora. Este hecho lo confirmó Ramiro de Maetzu, el glorioso escritor de la Generación del 98, cuando escribió con su venerable pluma su artículo en El porvenir vascongado de Bilbao, titulado Todo un pueblo en misión, donde exponía: «Toda España es misionera en el siglo XVI».

Cuando se medita en estas palabras del novelista y pensador la mente vuela con sus invisibles alas hasta los siglos XV y XVIII en que España, a través de hombres como Fray Bernardino de Sahagún, Fray Diego de Landa, Fray Juan de Torquemada, Fray Bartolomé de las Casas, Fray Antonio de Montesinos y Fray Toribio de Benavente entre otros muchos, se transformó en una nación misionera de la cultura, señora de la expansión del pensamiento occidental y en forjadora de idioma que puso a disposición de los pueblos y de los hombres que colocaba bajo su estandarte. Vicente Blasco Ibáñez había aprendido de Cecilia Böhl de Faber una bella lección de literatura. Había dejado escrito en su novela La gaviota esta advertencia: «Cada nación debería escribir las suyas. Escritas con exactitud y con verdadero espíritu de observación, ayudaría mucho para el estudio de la humanidad, de la historia, de la moral práctica; para el conocimiento de las localidades y las épocas. Si yo fuera la reina, mandaría escribir una novela de costumbres de cada provincia, sin dejar nada por referir y analizar».

Esta vieja escritora dejó establecido para siempre que la novela no fuera producto exclusivo del cerebro ¡ni una invención del pensamiento del escritor!, sino que debía ser fruto de la observación de la inteligencia del autor. Así se aprecia a través de sus escritos y sus palabras el españolismo integral, sabio y profundo, que inspiró la pluma de Vicente Blasco Ibáñez, al forjar una producción donde brilló su pasión por la obra de España desde el ámbito universal.