Como recordarán, en una de las secuencias más sofisticadas del filme, tras aparecer Vivian Ward absolutamente deslumbrante, con un precioso vestido rojo y acicalarse con un collar de medio millón de dólares; es acompañada por Edward Lewis a un lugar desconocido. Ambos cruzan el hall del hotel en medio de una gran expectación, para dirigirse a bordo de una espectacular limusina hasta el aeropuerto. Tras pisar una previa alfombra roja, suben a un jet privado, y vuelan desde Los Ángeles hasta San Francisco, con el exclusivo propósito de asistir a una representación de ópera. Una vez aposentados en el palco y unos momentos antes de que comience la obertura de La Traviata, los guionistas ponen en boca de Richard Gere una de las diversas tonterías que se escuchan a lo largo de esta, por otro lado, deliciosa película: «La reacción de la gente la primera vez que ve una ópera es espectacular, o les encanta o les horroriza. Si les encanta es para siempre, y si no, pueden aprender a apreciarla, pero nunca les llegará al corazón». Nada más lejos de la realidad. Las óperas, como todas las obras cargadas de significantes, pueden ser apreciadas la primera vez; y también, no serlo; pero, asimismo, recuperar toda su carga emocional después de un periodo de cierto adiestramiento.

No puede resultar extraño que, cuando inicialmente se contempla un Cristo románico, una pintura de Caravaggio, o un dripping de Jackson Pollock, puedan resultar incomprensibles, o, incluso, horribles; al mismo tiempo que son considerados como verdaderos patrimonios de la humanidad. La clave no está, pues, en la primera impresión, sino en disponer de la oportuna disposición y de la adecuada información, en ese o en otro momento, para percibir los significados que traducen estas obras, realizadas por medio de significantes complejos. Algo que está al alcance de cualquiera, pero que, como todo aprendizaje, requiere en algunos casos de un cierto esfuerzo.

En el ámbito de las creaciones compuestas en las que hay que considerar muchos aspectos, la ópera ocupa uno de los lugares más destacados, porque es la suma de una acumulación de aportaciones situadas en los límites. Así, los autores tuvieron que aplicar todos sus recursos creativos haciendo alardes de composición, combinando las voces entre sí y con los temas orquestales y los elementos dramáticos de la representación, siguiendo libretos que, en unas ocasiones estaban a su altura, pero que, en otras, no. En las representaciones, los cantantes actúan sin amplificación, partituras sumamente exigentes en las que tienen que simultanear una construida técnica vocal, con difíciles secuencias actorales. Los profesores de la orquesta requieren de una perfección extraordinaria para que el resultado sea espléndido y equilibrado; y el director debe poseer una capacidad especial para situarse en el ámbito del desarrollo dramático y exponerlo con la mayor claridad posible. Hasta el punto, de que son muy pocos los que alcanzan estos cometidos con éxito.

Pero la ópera necesita de muchos otros componentes para que sea realizable: en particular, del coro, que, además de actuar en escena, debe memorizar en diferentes idiomas intervenciones muy distintas durante una misma temporada; o, la danza, entre los que son intérpretes. Pero, asimismo, se acompaña del trabajo cuidadoso de directores de escena, escenógrafos, diseñadores, sastres, maquilladores, mecánicos, iluminadores, maquinistas; ensamblados con una disposición perfecta para que durante un largo espacio de tiempo, todo se produzca conciliado, a pesar de su dificultad.

Para muchos de todos estos profesionales, llegar a participar en uno de estos proyectos culturales, suele ser un sueño; un sueño, si bien, cargado de inquietud y de responsabilidad que, con frecuencia, requiere de personalidades dispuestas a soportar una dura preparación durante media vida, para llegar a mostrar, además, en el momento clave, capacidad para controlar esa tensión máxima entre el directo y el límite; porque en la mayor parte de estas obras existen puntos, o secuencias, de una dificultad extrema. Personalmente, conozco a cantantes de muy elevada calidad que, después de largos años de estudios y de alcanzar el éxito en lugares muy destacados, decidieron abandonarlo, por no poderlo soportar.

A mi juicio, la ópera se puede entender, pues, desde muy distintos puntos de vista, pero asimismo, como un proyecto de superación y de esfuerzo, en el seno de una sociedad culturalmente avanzada, que sirve de estímulo y de horizonte para aquellos que se ocupan de la música en sus numerosas vertientes; pero también, en aquellas materias técnicas que son necesarias para su puesta en marcha y su desarrollo.

En España, todos sabemos que existen, además de en nuestra ciudad, programas sostenidos y apoyados en el tiempo, en Madrid, Barcelona, Sevilla, Oviedo o Bilbao. Pero ninguno de ellos tuvo la oportunidad de tener en su periodo creativo el compromiso y la participación directa de músicos tan relevantes como Lorin Maazel, que configuró una impresionante orquesta; o la de Zubin Mehta, o de Plácido Domingo; ni de un coro como el de la Generalitat, dirigido por Francesc Perales. Es decir, hemos poseído y poseemos, el privilegio de un legado impresionante, que tenemos que aprovechar; y de un entorno único y singular, como la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Santiago Calatrava, que lo hacen irrepetible.

Por cierto, al final de la representación, como ustedes saben, la hermosísima Vivian Ward, siguiendo el guión, definitivamente, se redime; porque la muerte de Violeta le provoca, en su primera vez, un llanto emocionante. De ese modo, a buen seguro que se convertirá en una abonada de excepción en un palco de L.A. o de San Francisco.