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El veneno

Hacia 1940, en un tren que cruzaba Tejas, un pasajero alemán conectó la radio y en el vagón empezó a sonar un discurso de Hitler. Stefan Zweig, que iba en el mismo vagón y había llegado a Estados Unidos huyendo justamente de Hitler, se dio cuenta horrorizado de que ni siquiera a diez mil kilómetros de distancia podía librarse de la pesadilla. Por entonces, Zweig vivía en Ossining, cerca de Nueva York, donde escribía las últimas páginas de El mundo de ayer. Hoy en día, la casa en la que vivió Zweig con su segunda esposa, en Ramapo Road, se conserva muy bien. Es curioso que Zweig pasara dos años de su exilio en Ossining, donde John Cheever acabaría instalándose veinte años más tarde (y donde moriría en1982). Y Ossining es justamente el lugar donde los guionistas de Mad Men situaron la casa de Don y Betty Draper, sin duda como un homenaje a Cheever que quizá también debería incluir a Zweig, otro exiliado de sí mismo, otro personaje que vivía en un mundo que ya no era el suyo.

Cuento lo del discurso de Hitler sonando en la radio en un tren que atravesaba Tejas -con el tremendo disgusto que eso le ocasionó a Zweig- porque el procés parece perseguirnos a todos a todas partes. No hay lugar del mundo, por mucho que creamos estar a salvo, al que no acaben llegándonos sus ecos o sus efectos o incluso -peor aún- sus discursos. Tratándose del procés, el ejemplo de Zweig es oportuno porque nadie ha sabido retratar mejor que él las consecuencias que la virulenta intoxicación nacionalista produce en gente por lo demás inteligente y mesurada y honesta. En El mundo de ayer, el libro que Zweig escribió en Ossining, se describía muy bien cómo de la noche a la mañana, en el verano de 1914, en toda Europa, miles de personas prudentes y mesuradas se volvían licántropos que aullaban agitando banderas y pidiendo la aniquilación del enemigo. Zweig dedicó unas páginas magníficas -y desoladoramente tristes- a aquel fenómeno que se había apoderado de amigos y conocidos a los que hasta entonces admiraba, aunque de pronto tuvo que empezar a considerarlos unos seres extraños a los que ya no reconocía. El sabio profesor de filosofía, la adolescente melancólica, el tranviario bonachón, el contertulio que leía tranquilamente todos los periódicos en un rincón del café: todos se transformaban de repente en seres cargados de odio y de prejuicios que no admitían ni una sola idea que pudiera ser perniciosa para su patria. De un día para otro. Y sin explicación alguna. Todos los que hemos vivido el procés de cerca o de lejos conocemos muy bien ese fenómeno.

Lo curioso es que los hechos no fueron exactamente tal como los cuenta Zweig en El mundo de ayer. La intoxicación patriótica y el delirio identitario sí fueron tal como los cuenta, pero su papel en la historia fue muy diferente. Porque Zweig, al principio, se dejó contagiar por el delirio patriótico y escribió varios artículos entusiastas defendiendo la participación de su país en la guerra. En El mundo de ayer, Zweig decía que él fue uno de los pocos escritores que se negaron a romper su amistad con los escritores que vivían en los países enemigos (en Francia, en Inglaterra, en Italia), pero eso no fue del todo cierto. Durante los primeros años de la Primera Guerra Mundial, Zweig se mantuvo distante con sus amigos franceses (sobre todo con Romain Rolland). Y sólo cuando Zweig se enroló como voluntario en el cuerpo de Sanidad y vio los desastres de la guerra en un tren sanitario, empezó a desentenderse del patriotismo exaltado y fue abrazando el pacifismo que al final lo haría famoso. Ese fue el pacifismo que le inspiraría, veintipocos años más tarde, El mundo de ayer que escribió en una casa de Ossining y que un año después, en su nuevo exilio de Petrópolis, en el Brasil, envió a su editor justo el día antes de suicidarse, en febrero de ????, el mismo día en que los japoneses ocupaban Singapur.

Hay gente que se sentirá defraudada al saber que Stefan Zweig ocultó la verdad de lo que sintió en los meses previos a la Primera Guerra Mundial. A mí, por el contrario, me alegra saber que él también se dejó arrebatar por el patrioterismo histérico que se apoderó de Austria, su país, en el verano de 1914. Zweig no fue un héroe ni un santo. Tampoco fue un sabio que sabía dominar sus peores impulsos. Nada de eso: las mismas bajas pasiones que se apoderaron de los demás -el odio al extraño, el instinto zoológico de pertenencia a un grupo- también se apoderaron de él. Sólo que Zweig supo derrotarlas y hacer de su vida y de su pensamiento una lucha continua contra esos mismos prejuicios que lo habían intoxicado moralmente cuando era joven. Ésa es la gran diferencia. Él supo fabricarse un antídoto contra el veneno que él mismo se había suministrado. Y por eso escribió El mundo de ayer en una casa de Ossining. Y por eso se suicidó cuando creyó que su mundo de libertad y concordia ya no existía. En Cataluña, en cambio, hay dos millones de personas que siguen dispuestas a dejarse envenenar por el mismo veneno que se han administrado. Y sin un Stefan Zweig a la vista.

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