El PSOE, en su papel tradicional de Caperucita roja engañada por el lobo del PP, ha vuelto a quedarse compuesto y sin reforma constitucional. Mariano Rajoy se la prometió para encontrar un escudero fiel en su aplicación del artículo 155 de la Constitución contra los catalanes levantiscos, pero ahora que ha pasado la tormenta rompe la promesa realizada a Pedro Sánchez. No hace falta justificar la martingala. El lobo barbudo dice digo donde antes dijo Diego, la bella Caperucita hace un gracioso mohín de disgusto y ambos recogen el tablado hasta próxima ocasión.

Antena 3, por su parte, ha confundido Constitución con franquismo. En efecto, el pasado día diciembre tituló una noticia con el siguiente texto: «Rubí amanece con una pintada firmada por Arran: ´Destruyamos la herencia de la Constitución´». La cosa no tendría mayor gracia si la imagen de la pintada reproducida en la noticia no dijera claramente: «Destruïm l´herencia del franquisme». Aunque las palabras Constitución y franquismo no se parecen en nada, en A3 no deben preocuparse. Como dijo alguien, se trata de un simple lapsus, a todos nos ha pasado alguna vez.

El Gobierno español, conspicuo infractor habitual de todas las leyes incluyendo la Ley de leyes, afirma que, pese a las evidencias acumuladas sobre la inadecuación de la Carta Magna a la realidad histórica actual, no se puede cambiar la Constitución. Hacerlo sería un lío, un riesgo, una acción innecesariamente peligrosa: es preciso preservar el orden constitucional. Veamos el trasfondo de este enunciado mágico.

En el logos mítico, primero fue el Caos y sólo después llegó el Orden. Este último tiene la función de conjurar aquel. Para que ya no vuelva a envenenar nuestras vidas el maligno desorden primigenio es preciso, por tanto, mantener a toda costa la actual autoridad portadora de orden. El orden social presuntamente avalado por la autoridad siempre fue revestido de una garantía espiritual de origen cósmico. La corona terrenal tuvo siempre algo de aura uránica o celeste. Derivándola o no del equilibrio cósmico, el gobierno se identifica con el orden vigente para beneficiarse de la aquiescencia universal que merece toda paz social. La potestad se arrima al orden porque este confiere belleza, seguridad, duración y equilibrio. El Gobierno, al identificarse con el orden, pretende atraer hacia sí el crédito de todos estos valores.

El componente ideológico del vocablo orden es tan alto que en la literatura marxiana suele ir entrecomillado como palabra trucada: así los perros de presa del orden que transforman de repente en un infierno el sereno París obrero de la Comuna. Antonio Gramsci, por su parte, denunció el elemento taumatúrgico o milagrero de la palabra orden en boca del común de los dirigentes políticos: partidos de orden, hombres de orden, orden público€ pareciera como si el régimen de cosas vigente se rigiera por un milagroso equilibrio armónicamente coordinado que corre peligro de romperse en mil pedazos si osamos introducir cualquier cambio: «No se ve el orden nuevo posible, mejor organizado que el anterior [€] Se ve sólo la dilaceración violenta, y el ánimo miedoso retrocede ante el temor de perderlo todo, de tener ante sí el caos, el desorden ineluctable».

Jeremy Bentham concibió la falacia del orden como una expresión nebulosa bajo cuyo manto el mal gobierno oculta sus fechorías. El poderío de este vocablo reside en su vaguedad; el contenido del orden, afirma, es mucho más amplio que el de ley o gobierno, y suena mucho mejor a oídos del pueblo, de modo que cuando el mal gobierno emplea la palabra orden nadie se atreve a ponerle reparos. Uno puede clamar contra cierta ley o cierto gobierno, pero, ¿cómo estar contra el orden? Y, sin embargo, no sólo orden y represión suelen congeniar, sino que cierto rigor en el orden suele ir precedido de cierto exceso de represión. Tras aniquilar a los revoltosos, queda un orden perfecto y un silencio absoluto. Es la paz de los cementerios expuesta así por Bentham: «Suponed una reunión de cualquier número de personas dirigida a lograr el remedio de los abusos que padecen; suponed que queda disuelta por muerte fulminante (de sus componentes). Nadie negará que, acabando con ella de esta forma, se ha mantenido el orden. Porque el peor orden es tan orden como el mejor». Esta falacia del orden se refuerza con el adjetivo social: cada vez que un movimiento político pretende reducir los abusos de la mayoría, la minoría que los comete le da el alto apelando al peligro de que se ponga en entredicho el orden social. No es extraño que el argumento del orden suela emplearse en la práctica para oponerse a los deseos de justicia.

El orden se vale de otros nombres que vienen a blindarlo contra el deseo de justicia, empezando por el imponente tratamiento de institución. La institución forma parte del orden, y, aunque sea injusta, hay que conservarla sin el menor retoque debido a su carácter institucional. «Institución es palabra que se usa para proteger lo que está malamente instituido». Una forma específica del orden institucional es la norma jurídica de la Constitución. La Constitución de un Estado, sea escrita como la española o no escrita (consuetudinaria) como la inglesa, resulta demasiado importante para permitirse siquiera la idea de rozarla con los dedos. Bentham razonará al respecto de esta falacia política: «La Constitución tiene algunas cosas buenas; las tiene, también malas (€) Pero, llamándolos por su nombre, no sería cosa de celebrar el despilfarro, la rapiña, la opresión o la corrupción. Un caballero no daría gritos de ´¡Viva el despilfarro! ¡Viva la rapiña! ¡Viva la corrupción!´. Pero muy bien podría gritar: ´¡Viva la Constitución!´».

Según la narración sacra del poder, las Constituciones no se pueden modificar porque han sido dictadas por una especie de espíritu santo tribunicio, de modo que cualquier cambio atraería las nefas de lo nefasto al vulnerar el tabú. En 1977, cinco diputados de aquella Alianza Popular fundada por ministros franquistas votaron en contra de la Constitución y tres se abstuvieron. Sólo nueve votaron a favor. Hoy su heredero, el Partido Popular, declara aquella Constitución santa, virginal e intocable. Acaso sea hora de cambiar el registro mitológico a tonos más modestos a la medida de los humanos.