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La madre de El Chicle

Uno de los mejores tuits que he leído últimamente lo firma Paulus y viene a decir que en materia de violencia machista sería recomendable no poner el contador a cero con el año nuevo. Tiene toda la razón. 2017 nos deja 48 mujeres y 8 niños asesinados, y 27 huérfanos. Pues borrón y cuenta nueva. Parece que 2018 es un folio en blanco en el que empezar a anotar palotes con cada mujer muerta a manos de alguien que la consideró de su propiedad. El cómputo anual tiene la desventaja de hacer que el problema parezca hasta manejable, máxime si nos hemos quedado por debajo del ejercicio anterior. No sé en qué estadística encajará Diana Quer, desaparecida en 2016 y encontrada cuando 2017 expiraba. Asesinada la misma noche en que no volvió a su casa de las fiestas de su pueblo de veraneo, pero hallada cuando su asesino presunto cometió un error al atacar a su siguiente presa. Maltratada y humillada cada vez que su intimidad y la de su familia se expusieron para buscar culpables exóticos que alimentasen el morbo, y explicaciones muy lejos de lo que realmente ocurrió. Si la investigación embarrancaba, se leía un trozo del diario de Diana y se traía a colación la vida sentimental de su madre, o su relación con su padre y su hermana. Pobre chica. Pobre víctima absuelta únicamente por su propia autopsia, que hablará de golpes y no del largo de su falda. La idea de que su agresor no llegue nunca a ser tratado con el desprecio, la grosería y la injusticia que se le dedicó a ella me pone atómica. Un individuo execrable, violento y tarado, con una estúpida mujer a su lado que le sirvió de parapeto en su faceta de depredador, coartada tras coartada. Deberemos espabilar, señoras, y querernos más a nosotras que a ellos, o no sobreviviremos como especie. Al menos la madre del matarife de Diana Quer, José Enrique Abuín Gey, apodado el Chicle, así lo ha entendido. Es de agradecer.

Un «monstruo» y un «asesino». Así ve a su hijo la progenitora del homicida confeso. Semejante dureza en el veredicto materno supone un avance. Le debe haber costado trabajo poner la distancia necesaria entre sus afectos y las pruebas. Hace diez días, los vecinos de un tipo que mató a su mujer delante de sus tres hijos de entre 23 meses y doce años, le calificaban de «normal» y «educado», y aseguraban que nunca había dado un problema. Mejor si dijeran que no le conocían de nada; mejor eso que dejarle como un miembro ejemplar de la comunidad de vecinos porque saludaba en el ascensor, un ciudadano honorable que perdió la cabeza, que sufrió un arrebato. No es creíble. Horas antes, en Vinarós, un hombre cuyo nivel de peligrosidad fue clasificado como «medio» por la justicia cogió de los pelos a la novia de veinte años que le había denunciado y pedido orden de alejamiento, la metió a la fuerza en un coche y lo estrelló contra una gasolinera, matándola e inmolándose a su vez. «Mi hija sabía que la iba a matar», lloraba la madre de esta otra víctima. No se la protegió. Tal vez debería cundir la clarividencia tardía de la progenitora de el Chicle, que se ha puesto del lado de la víctima, aunque ya no haya nada que ganar. Solo las mujeres en guardia salvarán a otras mujeres. El padre del asesino de Diana Quer, por el contrario, defiende la inocencia de su hijo, pues «no tiene cojones de matar una gallina, ni un ratón». Ni una mujer, en orden descendente en la cadena biológica. De esos conceptos vienen estos lodos. No hace falta ser valiente para matar a una chica. Al contrario, cuanto más malo y cobarde, mejor.

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