Philip G. Alston es un profesor, jurista y activista australiano, hermano del Richard Alston que fue ministro de Australia y que ha presidido el Partido Liberal de ese país hasta el mismo 2017. No hablamos de gente sospechosa, sino de la élite del establishment anglosajón. Philip pasó por diversas universidades australianas y llegó al Instituto Universitario Europeo de Florencia antes de recalar en la Escuela de Derecho de la Universidad de Nueva York. A lo largo de su vida ha conducido la misión de la ONU sobre ejecuciones extrajudiciales, sumarias o arbitrarias. Ahora, cuando el libro sobre Donald Trump causa estupor entre los norteamericanos, Alston es noticia porque acaba de presentar su informe para otra misión sobre la pobreza extrema y los derechos humanos en Estados Unidos.

Es un triste destino que la infame historia de un presidente que nunca quiso serlo, que instrumentalizó la democracia de su país para promocionarse, acabe sepultando la historia todavía más infame de la pobreza que él mismo está elevando al estatuto de irreversible. La editora de El fuego y la furia debería distribuir el libro con un cuadernillo del informe Alston. Consta de 71 breves parágrafos que, reunidos, ofrecen una radiografía impactante del país de Trump. Los dos textos juntos mostrarían la relación de causa y efecto entre la agenda gubernamental y la situación de su país. De este modo, el humo del escándalo no impediría ver la realidad.

Así se vería que Trump no ha sido un azar en la política de Estados Unidos. Ha sido preparado y posibilitado por la agenda republicana que él ha extremado hasta la coherencia más ridícula, pero que no dispone de bases conceptuales diferentes de las que en su máxima brutalidad encarna. El informe Alston no describe una realidad producida en el año de su mandato. Es el resultado de una agenda de poder que no logra recuperar el terreno perdido con los gobiernos levemente reformistas como el de Barack Obama. Al final, es la agenda de fondo la que acaba estabilizando el suelo firme, el inamovible. Y esta agenda se ha visto cuando el staff de Washington ha permitido a Trump su único éxito: rebajar el impuesto de sociedades del 35 al 20 %. Eso significa que el Estado americano perderá un billón y medio de dólares en dos años. La manera en que esto afectará al gasto social sólo puede ser catastrófica.

El informe Alston recuerda, sin embargo, que Estados Unidos gasta en defensa nacional más que China, Arabia Saudí, Rusia, Reino Unido, India, Francia y Japón juntos. Frente a ello, todos los índices muestran que Estados Unidos es la sociedad más desigual del mundo, con 40 millones de pobres, el 12,7 % de la población. Teniendo en cuenta que el índice de paro era en octubre de 2017 del 4,1 %, tenemos que hay más de un 8 % de trabajadores cuyo trabajo no les permite salir de la pobreza. Por supuesto, muchos de estos trabajadores reciben los cupones de la asistencia social. Los recortes de Trump pueden llevar a su eliminación. El prejuicio es pensar que los pobres trabajarían más si salieran de la protección social. Tras estas dos realidades extremas hay una clara comprensión de lo que debe ser el Estado. Es fácil resumirla: militarismo y clasismo.

Los índices más llamativos del informe hablan de una sociedad tercermundista instalada en el seno mismo de la sociedad más rica del mundo. En efecto, hablamos de una sociedad que tiene el mayor número de obesos del mundo, la mayores tasas de mortalidad infantil del mundo desarrollado, la mayor brecha de salud entre esos países (vidas más cortas y más enfermas), que gasta más en salud que ningún otro país del mundo, pero que tiene menos camas y médicos de media que los demás miembros de la OCDE. Pero no solo eso. Al estar fuera de la asistencia social, el estado de la salud dental de los americanos sólo tiene parangón con las sociedades más atrasadas. Otro dato: más de doce millones de norteamericanos viven con una infección parasitaria desatendida y su país está en el número 36 del mundo por facilidad de acceso al agua potable y saneamiento. Todo ello hace que de los 37 países de la OCDE, Estados Unidos está en el puesto 36 por pobreza y desigualdad y, en el caso de la pobreza juvenil, es la tasa más alta de la mencionada organización. Por supuesto, EE UU es uno de los últimos países en movilidad social de entre los principales del mundo.

Esas evidencias chocan con la imagen de un país que responde al sueño americano. Por supuesto, recordemos algo que ya presuponíamos: Estados Unidos tiene la tasa de encarcelamiento más alta del mundo, cinco veces más que la media de los países de la OCDE. Frente a todo esto, tiene el 1 % de su población más rica que posee tanto como el 50 % y que ahora dejará de pagar tasas e impuestos. Con el informe en la mano comprendemos mejor el mensaje de series televisivas tan intrigantes como American Crime: la conciencia de culpa comienza a ser una patología social que judicializa y criminaliza a una importante población sedienta de ayuda y de redención. Esa conciencia está relacionada con los programas de investigación intrusiva por uso de drogas que condiciona los beneficios de los servicios sociales. Es increíble la cantidad de tragedias que tienen como víctimas a las mujeres, madres solteras, que se ven separadas de sus hijos tras investigaciones sumarias.

Pero más allá de los detalles, el informe muestra las consecuencias de esta situación social para el futuro de la democracia. La síntesis de criminalización y pobreza lleva a una erosión sin precedentes de la vida democrática. Cualquier incurso en proceso con deudas pendiente con el Estado queda inhabilitado para votar. Por lo demás, se observa que «cuando la gente es pobre, simplemente desiste del sistema electoral». Otra serie de medidas obstaculizan el ejercicio del voto. El resultado es una despolitización precisamente de los sectores más pobres, que por lo demás apenas reciben las visitas de los candidatos. Alston concluye que «algunas élites políticas tienen un fuerte interés propio en mantener a la gente en la pobreza». No es de extrañar que las cifras de participación política en Estados Unidos sean de las más bajas de los países democráticos representativos.

De este modo, la democracia americana comienza a reducirse a una técnica de formación de gobierno, a un sistema de dominación política de élites que se ha desenganchado de la democracia en sentido social, como proceso de construcción de una sociedad cohesionada, libre, justa e igualitaria. El modo en que se intenta asegurar ese desenganche es mediante una comprensión cada vez más restrictiva del lenguaje de los derechos. Y así, un país que entre los años 60 y 80 se caracterizó por presionar a favor de una instauración mundial de los derechos humanos, ahora comienza a separarse de los organismos mundiales que los promueven, con los que tiene firmados convenios de cooperación que deberían vincular al Estado y comprometerlo con sus fines. De este modo, la gramática de los derechos se va reduciendo a los aspectos civiles y políticos, pero va dejando de lado los derechos económicos y sociales.

En lugar de ellos se va imponiendo la comprensión de que la solución universal a todos las disfunciones sociales pasa por la insistencia en la privatización completa de la vida pública. Cuando esa mentalidad queda interiorizada entre las poblaciones más desfavorecidas, genera ese falso orgullo que permite a los pobres facilitar el camino de los políticos que promueven su miseria. Eso explica la constelación que eleva al poder a Trump.