Me había hecho grandes propósitos para las pasadas vacaciones navideñas. Lo entrecomillo porque, dentro del ámbito universitario, si una quiere, puede pasarse las vacaciones enteras trabajando. He dicho si una quiere, pero más bien es que una lo necesita tras más de una década fuera de las aulas.

A lo que iba. Me había planteado disfrutar del placer de no hacer nada de rato en rato; de la ciudad iluminada, del ir y venir de las pulsiones consumistas propias del momento; del bullicio callejero de niños y niñas de vacaciones, una mayoría amarrada a abuelas (y abuelos) deambulando escaparate en escaparate con pausa en atracción. Pero llegó la gripe y con ella voló la lista de mis deseos.

Fiebre, tos perruna y malestar general. Un completo. Me dicen que así voy a estar inmunizada para los próximos años, es un consuelo. No me sirvió ni para leer novela, porque tuve la cabeza a las once. Lo que sí hice fue sobrevolar entre las redes sociales para pasar el tiempo y confieso que, rápidamente, corrí a refugiarme de nuevo en el estado febril que me mantenía ausente de una realidad tan desmedida. Nos siguen matando sólo porque somos mujeres y, no contentos con el asesinato, completan su venganza profiriendo un daño irreparable a menores, tan inocentes como sus madres, que van a tener que soportar semejante carga el resto de sus días. Me horrorizo ante los comentarios de quienes pretenden victimizar al asesino y aminorar la magnitud del delito. Me pregunto si será por semejante distorsión por lo que tenemos a un Trump desgobernando el mundo a su antojo. Increíble pero cierto, tanto como nuestro estrepitoso fracaso social frente al terrorismo de género. Las víctimas se amontonan en la cincuentena al despedir otro espantoso año más.

Héctor J. Abad, admirado y grande de la palabra escrita, reflexionaba días atrás sobre el lenguaje incluyente. Con la solvencia y elegancia que le caracterizan, vino a decirnos que las lenguas no son machistas ni feministas, sino que es el uso que de ellas se haga el que puede desembocar en machismo, discriminación, etcétera. Defiende que lo machista es creer que la lengua sólo la construyen los hombres y no las mujeres porque, continúa el autor, una lengua la hace todo el mundo. Reenvié el artículo a un buen amigo, periodista y escritor, con quien he discutido más de una vez sobre la cuestión del plural del género masculino, con la certeza de que lo iba a disfrutar. No me equivoqué, recibí respuesta rápida y colmada de satisfacción.

A mí, tras su lectura, se me quedó mal cuerpo -seguro que la gripe también tuvo que ver lo suyo. Me escoció la decepción y aunque soy capaz de reconocer grandeza en el alegato filológico, me siento muy lejos de ese supuesto plural del género masculino inocente e incluyente que defiende el escritor. Tiene razón en que la lengua no tiene la culpa de tanto machismo. Pero la lengua nos ha regalado la extraordinaria capacidad de levantar la voz aunque no se esperara que lo hiciéramos, de hacer visible mucho de lo que lleva siglos enterrado, de hacernos notar a pesar del ruido de fondo y aunque a veces no nos haya quedado otra que subir el volumen.

Queda mucha estridencia lingüística por ejercer para hacernos oír en un mundo en el que siguen matándonos sólo por ser mujeres. La corrección la voy a dejar para la década siguiente, a ver si hay más suerte y podemos prescindir de militar también en la lengua, aunque ésta no tenga la culpa.