Los coches eléctricos, para cuya generalización faltan muchos años todavía, dejarán de ser coches —como los móviles dejaron de ser teléfonos— para engrosar la nutrida caterva de los objetos de moda. Cuando ese momento llegue, nadie carecerá de uno, y el silencio reinará de nuevo en la ciudad como en los tiempos del carro y la bicicleta. Iremos por la calle hablando bajito para darnos cuenta del rumorcillo sutil con que se acercarán los vehículos; seremos discretos, como los nórdicos, y perderemos la parte ruidosa de nuestra meridionalidad. El tráfago será el mismo, pero con sordina. Los dueños de los automóviles a motor que pervivan se asustarán de su propio estrépito; circularán con el cuello tieso, moviendo los ojos a uno y otro lado, circunspectos, dignos, avergonzados. La gente les apuntará con dedo acusador por contaminadores y, sobre todo, por estridentes.

La paz se impondrá; una quietud beatífica lo invadirá todo y el bullicio urbano, que seguirá existiendo, cobrará visos de sosiego campestre. Descubriremos en la ciudad el nuevo locus amoenus, el ágora clásica rediviva, la feliz arcadia que llevaba siglos enterrada bajo la carbonilla del gasóleo. No habrá estruendo ni contaminación, y los ayuntamientos de izquierda se quedarán sin excusa para prohibir el coche a los burgueses. Tendrán que deshacer los carriles para bicicletas y devolver la fluidez que robaron a las avenidas; la gente recuperará la libertad para desplazarse al abrigo de la meteorología; y el transporte público, vivero de gripes y diarreas, quedará reducido al mínimo. No harán falta sensores acústicos ni medidores de monóxido. El aire será puro; y el silencio, un hecho. Los transeúntes miraran de soslayo al vocinglero del bar, al vestigio de latinidad, al troglodita mediterráneo que hiera con sus mugidos el recién estrenado tímpano septentrional. La muchedumbre se volverá más fina, más elegante, más glamurosa, más educada. Cundirá la sofisticación y, por tanto, el rechazo de la grosería y sus formas políticas.

El neobolchevismo tiene los días contados. Expirará con el advenimiento de los coches eléctricos. Aunque siempre quedarán grupos de nostálgicos reuniéndose a escondidas, no del poder, sino de su mismo vecindario; amantes de la imagen romántica que tiene la resistencia, la sociedad secreta, el anarquismo y la masonería; palurdos que atronarán la noche con viejas motocicletas, traicionando el ecologismo que siempre fingieron y dejando a la vista su verdadera, única e invariable motivación: el odio al progreso.