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Alfons García03

2018 es un escándalo

Confieso que esta semana no me he escandalizado. Me comprometo a buscar terapia para no sentirme desplazado en este mundo de hoy tan proclive a la exasperación (el eufemismo en este estado presuntamente zen para definir la tendencia cobarde al insulto anónimo en las redes sociales).

No me ha escandalizado que Gallimard renuncie a publicar los panfletos antisemitas de Céline: será que los europeos no estamos maduros para una edición crítica que contextualice y explique la deriva nazi de uno de los grandes escritores del siglo XX. Ni me ha escandalizado que una chirigota de Cádiz guillotine (musicalmente) a Carles Puigdemont: el carnaval es transgresor por sistema y va contra todo lo establecido por norma.

No me ha escandalizado tampoco que Ximo Puig entregue en el Palau de la Generalitat el premio Broseta a Societat Civil Catalana: es una fundación privada en definitiva la que decide el galardón, que de siempre se entrega en el Palau, tradición que puede ser discutible pero no por un caso concreto. ¿Es un ejercicio de democracia alterar ese orden de cosas en función de quién sea cada año el premiado, gusta más o menos a unos u otros?

Ni siquiera me han escandalizado las ayudas de la conselleria de Vicent Marzà a medios de comunicación radicados en Cataluña que se han mostrado manifiestamente defensores del procés: ninguna administración pública debe juzgar la orientación editorial de un medio en una sociedad medianamente avanzada. Y tampoco ha alterado mis neuronas que la Diputación de València se desentienda del kitsch Teatre Escalante, que tantos recuerdos almacena de algunas generaciones: seguro que los activos movimientos culturales valencianos están preparando ya un Salvem como el asunto requiere. Lo poco que me queda claro estos días es que la indignación siempre va por barrios y es predecible según la ideología de la que cojee el escandalizado.

Por fortuna, observo que no estoy solo. A Isabel Bonig tampoco le escandalizan las confesiones últimas de Francisco Correa. Al fin y al cabo, tampoco pasa tanto si corruptores (los de la Gürtel) y corruptibles (los empresarios acusados) admiten todos que los últimos ganaban contratos públicos (de la Generalitat) a cambio de pagar facturas falsas y en negro a los primeros. ¿Es tan grave como para que el PP valenciano tenga que volver a pedir perdón en nombre de sus antiguos dirigentes?

Así estaba, vacunado contra la indignación, hasta que apareció el infalible Donald Trump hablando de esos pequeños «países de mierda» (El Salvador, Haití y demás), si creemos a la prensa seria de EE UU. Así es casi imposible mantenerse inasequible a la tendencia escandalizadora. Quiero pensar no obstante que un día, seguro, el superpresidente se mirara al espejo y comprenderá que no hay países de mierda, sino personas de mierda. Y nada impide que estas puedan nacer en Idaho, Managua o Burjassot. Ya se sabe que no hay nada más democrático y que iguale más a la humanidad que los detritos. Céline sabía mucho de eso, de vivir entre la mierda y la basura que puede resultar el mundo. Pero no creo que Trump esté leyendo al «abyecto» autor francés.

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