Hace unas semanas, un avión tuvo que hacer una parada imprevista en el aeropuerto de Sidney para desembarcar a un matrimonio que había montado un fenomenal altercado. ¿La causa? La señora en cuestión (de armas tomar, por lo visto) había usado el dedo del marido mientras este dormía plácidamente para desbloquear el móvil con su huella digital y leer sus wasaps, lo que la condujo inexorablemente al descubrimiento de su flagrante infidelidad. De la dimensión del cabreo de la moza da cumplida cuenta el hecho de que el comandante del avión tuviera que desembarcarlos, aun a costa de hacer una escala no programada, con la consiguiente incomodidad del resto de los pasajeros y el evidente perjuicio económico para la compañía aérea.

Esta anécdota ilustra, por lo demás, la progresiva implantación de la biometría como forma de certificar la identidad del usuario allí donde se requiere o precisa. Una generalización que nos anuncia el fin del famoso y engorroso pin para acceder a los aparatos diversos, especialmente el móvil, que tan unidos se encuentran ahora a nuestro entorno cotidiano y a todas las cosas que hacemos desde que nos levantamos hasta que nos acostamos. Hace algunos años coincidí en un vuelo con un informático que se dirigía al Mobile Congress de Barcelona. Éste, un conversador ameno y muy bien pertrechado intelectualmente, me hablaba de que el órgano humano con mayor futuro para implantarse como instrumento de reconocimiento biométrico era nuestra mano. Por lo visto, al contrario de la huella digital, las venas y capilares que recorren nuestra mano requieren necesariamente de que el sujeto en cuestión se encuentre vivito y coleando.

Y es que en esos días se hablaba mucho de que la huella digital no era una forma segura de proteger nuestras claves, en la medida en que, como hemos visto en múltiples películas, lo de cortar el dedo a alguien viene a ser como coser y cantar para cualquier mafioso de tres al cuarto que se precie. El miedo irracional puede llegar a ser la mayor barrera del mundo para el progreso de la ciencia, como se ha puesto en evidencia en el caso de las centrales nucleares. Así que ya estaba claro por entonces que lo de la huella digital no iba a ser en absoluto la solución definitiva para el progreso de la biometría.

Sea con la huella digital, con el iris o con la palma de la mano, o en muchos casos con dos o tres de ellas al mismo tiempo según las exigencias de seguridad, la biometría ha llegado para quedarse y eliminar, esperemos que para siempre, la necesidad de recordar contraseñas, pines y preguntas de recuperación de cualquier tipo. Y puestos a apostar, yo apuesto por la cara o el llamado reconocimiento facial. Y ello por la sencilla razón de que la tecnología de reconocimiento facial es la que está avanzando con mayor rapidez de todas las relacionadas con la biometría, impulsada por los cuerpos de seguridad en busca del reconocimiento de los rostros de terroristas entre las multitud y también por parte de las redes sociales que están siempre a la búsqueda de aumentar los recursos de conectividad que promuevan y facilite la interacción entre sus mil millonarios usuarios.

Por lo demás, la capacidad de asegurar al cien por cien que tú eres tú, o que uno es uno, va a tener indudables ventajas para nuestra vida cotidiana e incluso, sin exagerar un ápice, para el futuro de la humanidad. El registro biométrico promovido por el Estado federal en la India, el llamado aadhaar, una palabra que en hindi significa base o fundación, abarca ya a más de ochocientos millones de ciudadanos, y está provocando una disminución brutal en los niveles de fraude y corrupción en la distribución de ayudas estatales de todo tipo, algo que beneficia especialmente a los más desfavorecidos, además de a los sufridos y nunca suficientemente expoliados contribuyentes. El acceso a la bancarización y a la información instantánea de los precios en los mercados de productos agrícolas y ganaderos a través del móvil constituye por lo demás la mejor esperanza de modernización en un continente tan atrasado y con una población tan ligada al sector primario y geográficamente dispersa como África.

Aunque en el mundo anglosajón le tengan tirria a todo lo que sea establecer de forma evidente e incontrovertible la identidad de un individuo, como si eso constituyera necesariamente un atentado contra su privacidad, está claro que pretender vivir con seguridad y comodidad en un mundo fuertemente entrelazado e interconectado con diez mil millones, exigen necesariamente un sistema de identificación fiable. Ser identificados no implica necesariamente quedar expuestos a la tiranía de la autoridad. La protección de nuestros derechos ciudadanos depende del entramado institucional, legal y social en el que nos movamos, y no en la posibilidad de ocultarnos de las autoridades. Así pues, bienvenidas sean las tecnologías biométricas, con permiso, eso sí, de las esposas y esposos cornudos.