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Matías Vallés

Juan Carlos I tuvo que abdicar

La campaña de relanzamiento del Rey emérito, con la excusa de su ochenta cumpleaños, ha orillado las circunstancias aciagas en que se produjo su cesión del trono.

La esencia del periodismo no es el suministro de información, sino el establecimiento de una jerarquía de datos. El criterio de ordenación responde a un interrogante canónico, ¿en qué párrafo de la biografía de Bill Clinton hay que citar a Monica Lewinsky? Mencionarla en el primero o el segundo no es trivial, omitirla por completo adquiere más peso que cualquier comentario editorial.

La traducción al castellano del dilema de Bill Clinton remite a otra cuestión, ¿en qué párrafo de la biografía de Juan Carlos de Borbón debe anotarse su abdicación precipitada, si no forzosa? Con la ironía adicional de que el presidente norteamericano admiraba especialmente a su contemporáneo en el trono español, al que tomaba como modelo. La correcta alineación del fulgor y ocaso del primer Rey de la era democrática había trascendido del periodismo a los historiadores. Hasta que llegó un fatídico cumpleaños.

Algún artista de la mercadotecnia pensó que era buena idea inaugurar 2018 rememorando las glorias de Juan Carlos de Borbón. El ascenso al octogenariado serviría de trampolín para las celebraciones, y los elementos sentimentales que decoran un cumpleaños limarían las tentaciones de una visión crítica del reinado. Una vez más, se sustituyó la independencia por la familiaridad, olvidando que en esta generosa concesión arraigaron los acontecimientos aciagos que empañan la figura del Rey emérito.

La cobertura de la atropellada campaña de relanzamiento de Juan Carlos de Borbón acabó orillando su abrupta dimisión. Sin embargo, el celo de los hagiógrafos ha desembocado en una ecuación irresoluble. Si tan desmesurados son los méritos del penúltimo monarca, a qué vino su desaparición inesperada de escena. Los valedores de un rey para la eternidad tuvieron que cambiar apresuradamente de caballo discursivo, para concluir que la abdicación era la medida más inteligente de su reinado.

La sustitución en la jefatura del Estado devino indispensable por culpa de una Infanta y de un elefante, en este orden. Juan Carlos de Borbón asumió responsabilidades políticas por deslices de espectacular factura, pero veniales por comparación con los crímenes de corrupción del PP que Rajoy metaboliza impertérrito. La ocultación de las causas de la abdicación, aunque parezcan estrepitosas, empeora la imagen del Rey en lugar de preservarla.

La improvisada restauración de Juan Carlos I se incluye en el movimiento que propugna una versión engañosa por edulcorada del salto de la dictadura a la democracia. Se trata de un esfuerzo meritorio pero baldío. Los embellecedores de la transición solo pueden engañar a quienes no la vivieron en primera persona, y a estos jóvenes no les preocupan demasiado las batallas de sus abuelos.

La operación de rescate se cumplimentó desde el punto de vista de la imagología con la recomposición artificial, en época de belenes, de la Familia Real extendida. Esta fotografía con Froilán incluido no alimenta la nostalgia ni la simpatía, y obliga a felicitar al autor de la variante restringida, que solo contempla a los Reyes y a sus herederas. Además, la imagen retro enfatizaba la ausencia de Cristina de Borbón y allegados, cerrando la trampa.

Recomponer artificialmente un matrimonio deshecho no es recomendable en tiempos de transparencia. Difícilmente podrán Juan Carlos y Sofía imponer a la audiencia resabiada un sentimiento compartido, del que abdicaron años antes de dejar el trono. Como suele ocurrir, la fantasía del reencuentro regio impostado ha cursado con un recrudecimiento de las críticas, con escenas de película cómica descritas en el Corriere della Sera. Otro medio italiano, la revista Oggi, propinó la primera lanzada conyugal a la monarquía en los años noventa, al introducir al público mundial a la decoradora Marta Gayá.

La rehabilitación de Juan Carlos de Borbón debe concentrarse en sus indudables éxitos políticos, aunque aquí se corre el riesgo de una comparación desfavorable para su hijo. El penúltimo jefe de Estado supo ser rey de Cataluña y colocó a su primogénito de príncipe de Girona, que es hoy la provincia más independentista de España. Nunca permitió que el volcán catalán entrara en erupción, ni tampoco hubiera aceptado que Rajoy le impusiera el momento de la investidura. En cambio, sobran las apelaciones arcádicas en tiempos de zozobra. Desde la trepidación continua y con políticos democráticamente elegidos en la cárcel, el país no está para nostalgias.

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