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El bitcoin y doña confianza

Esto tenía que acabar así. Tengo un amigo que me ha recomendado que compre una moneda que no emite ningún Estado, ni está sometida a la voluntad de ningún ministro. En principio, una cosa con buena música. Eso sí, para comprar esa moneda sin firmar he de disponer de billetes firmados por el Banco Central. O sea yo entrego dos mil euros, por ejemplo, y alguien me dice que tengo un bitcoin. El negocio está en que ese bitcoin sube sin parar. Y si quiero venderlo en un par de años puede que alcance cifras millonarias. No es un piso. Es mucho más grande y más pequeño a la vez; algo que no alcanzas a tocar pero que puedes imaginar. ¿Cómo puede ser eso? Pues vete a saber. Cuestión de tener fe y esperanza. Una cosa así como cuando usted opta por compartir la vida con su pareja.

Mi amigo, el consultor, me dice que la otra tarde tardó varias horas para acceder a ver de qué iba la cosa del bitcoin. El caso es que gentes que dicen que saben de altas finanzas, banqueros incluidos, ven en este sistema un futuro prometedor. Una especie de maná caído del cielo como aquel que enviaba Dios al pueblo judío en su marcha por el desierto en busca de la tierra prometida. Usted, dicen algunos anuncios, olvídese de trabajar, de sus deudas, invierta en bitcoins o cualquier otra criptomoneda y, de la noche a la mañana, ¡zas! es usted un nuevo millonario. Millonario en bitcoins.

No hace mucho, un buen amigo intentaba convencerme que comprara oro. La cosa parecía sería hasta que le pedí la parte proporcional del metal correspondiente a la inversión realizada. Entonces me contestaba que ese oro estaba no sé dónde y que yo tenía un recibo como que tenía esa participación. El oro estaba bien guardado en un rincón de algún almacén no sé si de Rusia, o Nueva Zelanda. Los hombres educados en la observación natural de plantar una almendra y ver un árbol con muchas almendras o plantar una pepita de melón y ver melones a los pocos meses, queremos realidades palpables. Y desistí de invertir en recibos. Y desistiré de invertir en monedas virtuales. Lo malo es que en esa inversión empiezan a meterse los grandes bancos que guardan los billetes de euros de mis ahorros, lo cual me hace dudar mucho de que mis euros existan. Algo así debería pasar con las deudas. ¿No pueden ser virtuales? ¿Acaso no lo son en tanto y cuanto fueron generadas por un piso sobrevalorado por los mismos que firmaban hipotecas de cientos de miles de euros a gentes que ganaban un jornal?

Los dueños de los bancos invierten en monedas que nadie respalda. Si ustedes no empiezan a dudar de todo es que son unos inconscientes. Nada me extrañaría que para pagar las pensiones el Gobierno lo haga con recibos de propiedad de bitcoins o de resguardos de un hipotético oro que existe en alguna cueva escondida del Himalaya. Es evidente que la economía mundial depende de la confianza, que es una señora virtual, intocable, inmaterial, un nombre abstracto que nos enseñaban en la escuela. Un estado anímico. Los tomates valen según su tamaño y presencia; las vacas, según la leche que dan, y el petróleo según su calidad y demanda. Los billetes de mil pesetas te los cambiaban por metal en el banco, porque eran un pagaré. Los euros ya no tienen aquello de que el Banco de España pagará al portador? Ya no hay metales, sino señoras llamadas confianza. Por eso yo no me fio de lo que no veo. Educados en la fe, preferimos acercarnos a la razón de lo que vemos y tocamos. Me da más confianza. Que se metan en el bitcoin los amantes de espíritus sin cuerpo ni alma no es de fiar. Acabarán por llevarse los euros de la vaca y del melonar.

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