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Crías humanas listas para competir

Los niños prematuramente escolarizados sacarán mejores notas, sí, pero lo que el relumbrón de las calificaciones no muestra es el coste emocional de nuestras expectativas sobre los pequeños, desesperados por vincularse emocionalmente para garantizar su supervivencia.

Fue mientras pelaba zanahorias para echar a los garbanzos y entretenía la tarea recuperando la pelota de pimpón que cada tanto mi hijo de dos años colaba bajo los muebles de la cocina. Allí asomó la palabra «bebés» y el destacado de un artículo que me encorvó sobre la encimera: «Todo el mundo está de acuerdo en que este tramo escolar debe ser etapa educativa y no asistencial». Parecía claro, pero a mí no dejaba de inquietarme: ¿Podía ser que esa etapa «educativa» se refiriese a los bebés? ¿Y cómo podía ser que todo el mundo estuviera de acuerdo en esa aberración?

Cuando por fin puedo sentarme a leer el texto con calma, veo que se trata de un interesante análisis que desgrana la situación actual de las escuelas infantiles de 0 a 3 años y recoge el sentir político al respecto. Así que parece que, efectivamente, hay acuerdo en los círculos políticos en que lo adecuado es inocular contenidos a las crías humanas desde cero. Y no solo eso: también parece haber consenso en que el concepto de asistir al débil queda obsoleto y supeditado al aprovechamiento académico. Esta unanimidad se apoya en argumentos como que los niños escolarizados antes de los tres años logran mejores resultados académicos en su futura vida escolar, según muestran las estadísticas generales.

No me extrañan los resultados académicos superiores de los bebés escolarizados prematuramente. Lo que me deja fría es el precio que deben pagar para llegar a lo más alto de la academia y el muro de silencio que tapa las necesidades reales de los niños en la primera etapa de su vida. Porque hoy ya se sabe, como tan bien divulga Sue Gerhardt, que la racionalidad se construye sobre la emoción. De hecho, cada vez hay más evidencias científicas de que el área cognitiva depende de las emociones. Pero en lugar de reforzar la línea de lo emocional, diseñamos las técnicas más eficaces para dirigir a los bebés con el fin de que en unos años compitan y sean mejores que los demás. Nuestros representantes están convencidos de que en las largas horas del día en que la cosa pública se hace cargo de nuestros hijos mejor nos centramos en adiestrarlos para el éxito.

De hecho, «si luego son los que mejores notas sacan, está claro lo que hay que hacer», creo escuchar. Ojalá fuera tan sencillo. Los niños prematuramente escolarizados sacarán mejores notas, sí, pero lo que el relumbrón de las calificaciones no muestra es el coste emocional de nuestras expectativas sobre los pequeños, desesperados por vincularse emocionalmente para garantizar su supervivencia (manías de cría de mamífero que se sabe vulnerable). Un vínculo que durante la jornada se funda sobre recibir mirada, sentirse reconocido y agradar si responden a los objetivos del profesor.

También existe la otra cara de la moneda (menos frecuente, porque, si no, estropearían la encuesta de los brillantes resultados académicos): los bebés que buscan recibir atención, aunque sea una reprimenda, renunciando a someterse y planteando batalla ante la carencia emocional en la que se ahogan. Y a ésos les aplicamos disciplina y los tildamos de rebeldes o, simplemente, malos, etiquetas que difícilmente caducarán. Estos desaguisados tienen un origen común, y es que hemos decidido pensar en la calidad de la educación en lugar de cuidar la calidez de la crianza. La ignorancia activa e interesada de las necesidades de los más pequeños es tan grande que cuesta creer hasta qué punto nos hemos distanciado de nuestro diseño mamífero y les imponemos a nuestras crías pautas arbitrarias contrarias a su propia naturaleza.

¿Qué pasaría si aplicásemos evidencias como las recogidas por Gerhardt y tantos otros? Se me ocurre que, ante el niño incómodamente rebelde o la pequeña y ansiosa lumbrera recordaríamos la base emocional del rendimiento que les reclamamos. Porque para pensar con todo mi potencial (con creatividad, criterio propio y profundidad de análisis) tengo que haberme sentido primero potentemente bien: bien arropado y bien venido por la piel de mi mamá, bien amado, bien tenido en cuenta y contemplado, todo ello muy especialmente por parte de la persona de referencia en los albores de mi vida. Y si me falta durante parte del día esta persona de referencia, necesitaré que alguien haga eso tan obsoleto de asistirme y cuidarme con la mayor sensibilidad y disponibilidad emocional posible, sin pedirme a cambio un pago en rendimientos.

Cómo cambiaría nuestra sociedad y su futuro próximo si dejase de ser un planteamiento minoritario preocuparse en primer lugar de ofrecer a nuestros niños un apoyo emocional comprometido y de calidad como la mejor base para la vida. Si decidiéramos en lo privado y en lo público dejar de tasarlos, y concederles en casa y en la academia, en nuestro adentro y en el afuera, la etapa de ser simplemente mirados, simplemente queridos tal y como son, con las singularidades que los hacen únicos, acompañados en su particular desarrollo, amorosamente.

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