Nació un 4 de enero en nieve y 43 años más tarde los Reyes Magos se lo llevaron, sin luz en los ojos y con un hermoso lenguaje entre los dedos. Esa fue la mejor huella de su legado: un abecedario de seis puntos en relieve, distribuido en dos columnas de tres puntos cada uno dentro de un cajetín que no se confunde con un dado. Mide 5 mm. de alto por 2,5 de ancho y esconde la pequeña pupila oscura de una sílaba, una letra, un número, un signo de puntuación con 64 variantes. Un perfecto ballet que cabe dentro de las yemas de un dedo, leyendo de izquierda a derecha, como quien toca un piano. No es fácil aprenderlo, aunque tenga cinco maneras de hacerlo: alborada, pérgamo, punto a punto, tomillo y bliseo. Al principio lo importante es hacerse suave y despacio con las sílabas, las combinaciones de puntos con prominencia que representan cada letra bajo el índice y el corazón, hasta que se deslizan o vuelan de puntillas, dejando renglones en blanco; disfrutando el realce de una coma en pausa o marcando la calidad de una tilde sobre un texto, y quién sabe si también sirve para leer el deseo de noche de un cuerpo al tacto. Lo que está claro es que el lenguaje de Braille cumple 140 años y que supuso, desde 1878 cuando se decidió promoverlo como método universal al considerarlo el mejor sistema de lectoescritura para personas con ceguera, un gran avance social y educativo al conseguir que los alumnos invidentes tuviesen una velocidad de lectura y escritura aceptables, que pudiesen adquirir información, ser operativos en las aulas y competitivos en el mundo laboral.

Siempre he pensado que su minusvalía con respecto a los videntes les ayuda en cambio a tener una imaginación más rica. Nosotros no conocemos el tacto de las palabras, aunque las dibujemos en la arena de la playa y nos parezcan rugosas o moldeables bajo la lectura de su humedad cóncava. Sí que, en cambio, alcanzamos a gozar la magia de observarlas nacer como magia por el vaho del aire o de la vida en un espejo de la ventana, y deshacerse efímeras en un instante, como el espejismo de una nube de cristal tembloroso y frágil. Pero no es lo mismo que poseer el peso y la textura de la cintura, de la curva, del vientre de una letra enlazándose con otra, igual que si fuesen la saliva disecada de una gota de lenguaje con la que nombrar el relieve de las cosas y del mundo. No sé si los ciegos se detienen a juzgar estas diferencias o simplemente, como también muchos de los videntes, se dejan llevar por la rutina y sólo realizan un proceso mecánico al conversar entre el lenguaje y ellos, lo mismo que nosotros y los sonidos con los que dibujamos la pompa de cada palabra en el aire.

Tal vez sea yo el raro porque sí que pensé en estas cuestiones siendo niño, al observar a una amiga ciega que disfrutaba jugando al veo-veo y al escondite, mezclando colores en un color imposible entre risas cuando describía uno de sus sueños, y ensimismada en el silencio de su lectura con la mirada de frente, en dirección seguramente a lo que imaginaba, y llevándose a veces la yema de una letra a los labios para adivinar a qué sabían las palabras. Isabel nunca dejó de sorprenderme. Aprendió a esquiar antes que yo, nadaba mejor, y fue mejor estudiante que su hermana. Nunca le pregunté si fue por instinto o auto exigencia de superación, pero siempre la sentí feliz en la infancia cuando acariciaba con lentitud el barro y esculpía la figura perfecta de cada letra que dejaba desnuda secándose al sol. Igual que si estuviese creando un rompecabezas del abecedario. También en su juventud ávida de lecturas de política y de ficción, de noches de cine de verano y más tarde de cine club hasta que el destino nos llevó a cada uno por caminos diferentes. No he vuelto a saber nada de su vida, tampoco de su hermana y su familia. Ni sé si conserva algún recuerdo en el que aparezca yo. En cambio, a ella le debo saber que hay palabras ásperas, esponjosas, crujientes, rugosas, afiladas, gruesas, vacías, resbaladizas o echadas hacia delante. Letras con aire entre las alas o con arena que las lastra. Igual que las lágrimas de polvo del desierto africano que se respiran por la boca, por la nariz, por los ojos y en los sueños exiliados dunas adentro. Esa hamada que provoca cataratas de arena en la visión de gran parte de los niños saharauis de los hijos de las nubes, que acuden a La Escuela Alfaz del Pi en Ausserd para curarse, graduar sus carencias con gafas que aquí tiramos, y para aprender a leer su futuro con esperanza braille.

La ceguera, que según la Sociedad Española contra esta minusvalía en países en desarrollo (Poderver) afecta en mayor o menor medida a 285 millones en el mundo, hace tiempo que no es sinónimo de exclusión laboral. Hace años que, según datos de la ONCE, una de cada cuatro personas con discapacidad en edad de trabajar en España (25,7%) tiene un empleo. Su Fundación creó en 2014 un total de 9.115 puestos de trabajo y en 2015, 8.932, de los cuales el 55,8 % fueron ocupados por personas con discapacidad. Esto no evita la necesaria existencia de la Ley de Integración Social del Minusválido (Lismi) y que se considere a las personas con discapacidad como verdaderos profesionales. Camino de esa normalidad sólo falta que también los espacios urbanos, públicos y privados, se sumen a favor de la igualdad y la accesibilidad, en contra de la exclusión y la dependencia de los invidentes, de los sordomudos y de las personas en sillas de ruedas se conducen por las ciudades que ocultan en su mayoría un campo de minas.

Mi madre padece también ese peligroso problema. Detrás de su silla he descubierto que casi todas las capitales tienen escaleras que no cumplen la normativa, incluso casi un tercio de las mismas carecen de barandilla; que el 68% de los comercios no tienen acceso a nivel; que hay muchísimos pasos de peatones adoquinados; que más de la mitad las calles tienen bolardos de granitos, carril bici a la misma altura que la acera; motos mal aparcadas, y muchos conductores que ocupan sin pudor las plazas destinadas a minusválidos; que hay numeras terrazas de bares que invaden las zonas a nivel para las sillas de ruedas. Lo mismo que muchas consultas de médico o de abogados carecen de rampas, o que en muchos inmuebles están mal peraltadas en su pendiente, además de que las medidas de sus puertas imposibilitan la entrada. Y están los edificios donde los vecinos presentan objeciones o se niegan a acometer la igualdad de acceso o ascensores para favorecer la calidad de vida de quiénes comparten su inmueble, y no tengan que abandonar sus casas.

Algún día las ciudades serán un hábitat colectivo y sin exclusiones, en las que las personas con minusvalías no tengan que moverse peligrosamente a la contra. Lo mismo que mi vecino Óscar, que a diario recorre a solas el barrio sin ayuda, destrozando un par de guantes al mes al ganarle por la mano a la ciudad y sus trampas. Son estas personas las que, en lugar de aislarse o enrocarse en la queja, nos enseñan a enfrentarse a los problemas con voluntad, coraje y espíritu de superación. Cada una de ellas, con humildad y esfuerzo, nos enseñan a imaginar mejor ciudades y palabras en común. Y sobre todo a valorar todo lo que de la vida se aprende en braille.