En el verano de 1976 me encontraba en Ibiza y tomé la iniciativa de hacer una visita a la casa de Elmyr de Hory (1906-1976), uno de los pintores acusados de estar entre los mayores falsificadores de obras de arte del mundo, a quien Orson Welles dedicó una película (F for Fake, 1974), que yo había visto tan solo unos meses antes. Al pronto, pude observar que era un hombre muy respetado en la isla. Después de varios días y de tantear a mucha gente, fue la propia dueña de la pensión en la que me hospedaba la que me proporcionó algunas referencias, al darse cuenta de que mi único interés era conocer la obra de tan singular personaje.

No me fue fácil encontrar la masía en la que habitaba porque se hallaba en una colina aislada y el acceso era un camino pedregoso carente de señalización. Lo primero que me llamó la atención fue que no era la casa propia de un opulento individuo, al uso de los capos de los filmes de Hollywood, sino más bien una más; protegida por una ligera valla metálica, y, eso sí, por media docena de amenazantes lebreles. Sin ninguna cita previa, y tras una sucinta presentación, fui recibido con gran cordialidad y al penetrar en una sala-comedor extensa, me quedé sobrecogido al contemplar la gran cantidad de cuadros imponentes que cubrían completamente las paredes: pintados al estilo de Vlaminck, de Derain, de Modigliani€ algunos tenían su propia firma, pero otros no, aunque tal parecía que me hallara en la cámara secreta del Musée d´Orsay.

Poco tiempo después, me enteré a través de los medios de comunicación, de que el gobierno de España había permitido la extradición de Elmyr de Hory para que fuera juzgado en Estados Unidos. El 11 de diciembre de aquel mismo año se quitó la vida. El desenlace me dejó conmocionado, pero también me pregunté a dónde habrían ido a parar aquellas maravillas, y bajo qué supuestos habrían sido ofertadas.

El entorno de las falsificaciones surge intermitentemente, pero se ha visto aireado durante las últimas semanas al hacerse público que en una exposición monográfica acerca de la obra de Amadeo Modigliani presentada en Génova el año pasado, casi la mitad de las pinturas, al menos veinte, eran falsas.

Aunque las falsificaciones hayan adquirido una significación exponencial durante los siglos XIX y XX, debido a la gran demanda de arte europeo solicitada por los importantes coleccionistas norteamericanos, su historia es antiquísima, tanto como la propia humanidad. Es conocido que ya en el Imperio Romano se copiaban piezas de la estatuaria griega, para que fueran admiradas como tales; que en la Edad Media, siendo las reliquias las piezas más valoradas, el mercado de huesos, cabellos o fragmentos de tejido de aquellos seres humanos que fueron considerados santos, tenía una gran solicitud aunque careciera de rigor alguno y su demanda era tal, que el acopio de estos objetos era lo que daba prestigio a los templos y a las catedrales. Es bien sabido que durante el siglo XVII se prodigó en la literatura popular la presencia de los impostores: pícaros y supuestos tullidos dedicados a la explotación de fingidas calamidades para el logro de beneficios.

A pesar de todo ello, en el universo artístico, la mayor parte de las atribuciones definitivamente postizas, no tienen por qué tener un origen delictivo, porque pudieron ser concedidas por error a meras copias de obras previamente desaparecidas; o bien, a trabajos de taller; o a piezas anónimas realizadas por discípulos. Sin embargo, la imponente revalorización especulativa del mercado, y la exigencia de autenticidad en las piezas mostradas en las exposiciones relevantes propician una tendencia a la ocultación de aquellos conceptos críticos que puedan situar al visitante en el escenario de verse contemplando meras atribuciones.

Si bien, desde siempre, existieron personajes considerados expertos, cuyos criterios fueron demandados para sentenciar estas cosas, en el mundo moderno se fueron prodigando, especialmente, desde el siglo XIX, cuando se consolidan las figuras de los marchands y de los connaisseurs. Hoy en día, generalmente hacen estas funciones historiadores de arte como conservadores de museos, investigadores universitarios, componentes del staff de casas de subastas, asesores a sueldo o como miembros de fundaciones.

En este ámbito, los elementos que pueden hacerse necesarios para alcanzar una correcta atribución pueden ser ingentes. Inicialmente, los documentales, aquellos que, a través de sucesivos pasos, consiguen desvelar la trazabilidad de la obra: la compraventa inicial, las transacciones posteriores, testamentarias, testimonios, o, incluso, copias o grabados. Seguidamente, en las pinturas, los análisis químicos de los materiales, y simultáneamente, los físicos, a través de métodos sofisticados, pero no invasivos: fotografía de alta resolución, de rayos ultravioleta, reflectografía infrarroja para visualizar el dibujo subyacente, rayos X, escáner, y otros más. Pero, al final, vuelve a ser la pericia del ojo humano la que dará la impronta más concluyente. Sin embargo, la cuestión no termina en este punto: los criterios finalmente elaborados, deberán ser corroborados por otros autores y reproducidos en publicaciones de prestigio para que puedan ser contrastados por el universo científico. Sin embargo, existen estrategias para proporcionar un cierto currículum identitario a una obra de atribución dudosa: el préstamo a exposiciones, la inclusión en catálogos sofisticados, o la cesión en comodato a museos con conservadores poco expertos o menos exigentes.

En poco más de un mes se subastó Salvator Mundi, una pintura atribuida a Leonardo da Vinci, adjudicado por 382 millones de euros, y apareció otra supuesta obra suya: El milagro de San Donato, en Massachusetts. Por si ello fuera poco, para dar más calor a las especulaciones, el pasado día 10, el Museo del Greco de Toledo presentaba otra supuesta Visitación del maestro cretense. Les puedo asegurar que no han acabado ni las sorpresas, ni las dudas.