Soy aficionado a comprar libros de segunda mano. Un libro no tiene caducidad y siempre se pueden encontrar pequeñas joyas de interés. Mi última oportunidad fue bastante prolífica, teniendo que interrumpir prematuramente la visita dado el peso de mi pequeño gran botín. En mitad de un proceso gripal, tengo delante esa literaria captura. Como pueden suponer la temática es geográfica y no faltan ejemplos referidos al clima. Ojeo «Montañas de fuego», de Robert Decker y Bárbara Decker. Apasionante tema. ¿O tal vez la gripe me guíe alejándome de otras opciones como «El polo ártico», de Silvio Zavatti o «La Antártida, catedral del hielo», de Antonio Calvo Rey? Solo de leerlos, me entran escalofríos. Al margen de mis febriles delirios, hay motivo para la fascinación. Su potencia aterradora que ha dejado nefastos episodios históricos contrasta con la riqueza de sus suelos y su influencia en el desarrollo de la vida. Y no faltan efectos sobre el clima por su emisión de aerosoles, capaces de oscurecer el cielo y provocar un descenso térmico. La nube de cenizas y gases de la erupción de El Chichonal en Méjico en 1982 se elevó hasta 25 kilómetros de altitud y dio la vuelta a la Tierra menos de tres semanas. Las nubes volcánicas como éstas entran en la estratosfera y por el tamaño de las partículas pueden permanecer largo tiempo suspendidas. Destaca el gas del dióxido de azufre, que toma oxígeno y agua para formar aerosoles de ácido sulfúrico, que junto con las partículas más finas de polvo, absorben los rayos de luz solar, calientan la estratosfera y disminuyen el efecto de insolación en la superficie terrestre. La erupción del Tambora en Indonesia, 1815, provocó el llamado «año sin verano»: en agosto de 1816 nevó en Washington. Ahora, sí que me entran escalofríos.