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Pantallas

Necesito ayuda. Esto de ser madre a caballo entre lo analógico y lo digital me trae de cabeza; esto de ser madre en el imperio de la hiperpaternidad terminará por provocarme una úlcera. Haga lo que haga, acabo sintiéndome culpable. Tuve la mala suerte de que el nacimiento de mi hijo coincidiera con la eclosión de los manuales para ser buenos padres y con la competitividad descarnada entre familias para ver cuál de sus vástagos asistía a un colegio más innovador, aprendía cálculo mental más pronto o se manejaba antes con el chino cantonés.

La periodista Eva Millet, experta en temas de educación, ha constatado que la sociedad ha pasado a considerar a los niños como muebles (no hacerles mucho caso, dejar que se las apañen solos) a pequeños altares, centro absoluto del hogar y de la vida y objeto de veneración. Somos -explica- la generación de los padres helicóptero, siempre encima de los hijos, anticipándonos a sus necesidades, controlando su rutina, asumiendo funciones de chófer o secretaria.

De entre los miles de motivos que exacerban mi culpabilidad, el que más me pesa es el que tiene que ver con lo tecnológico. Hace ya bastante tiempo, cuando mi hijo de tres años empezó en Educación Infantil, las maestras nos recomendaron que no viera mucha tele, ante el riesgo de que su pequeño cerebro fuera abducido por el poder de las imágenes y en su lugar creciera una especie de patata incapaz de crear o imaginar.

Mal que bien, su padre y yo fuimos trampeando hasta que el niño comenzó Primaria. Entonces, los profesores nos advirtieron de la penosa influencia de las consolas, que apenas dejaban tiempo a los niños para jugar al aire libre y relacionarse con otros chavales. Luego, aproximadamente en cuarto curso, la tutora nos previno contra internet, una ventana abierta al mundo en la que, ante la ausencia de filtros, los niños bien podían extraviarse. Había que restringirlo, tener el ordenador en el salón y vigilar qué miraba.

En el último curso de Primaria le tocó el turno al móvil. Tanto nos habían hablado de los efectos perniciosos de proporcionarle un teléfono propio al niño que mi hijo fue el último de la clase en tenerlo cuando ya iba camino de la exclusión social. Fueron muchos años luchando contra las nuevas tecnologías, frenando la enorme curiosidad del niño a costa de muchas broncas.

Y entonces, cuando en casa nos hacíamos la ilusión de haber acorralado al monstruo, van los profesores del colegio, los mismos que nos habían advertido, exhortado, aleccionado e instruido acerca de las nuevas tecnologías e «implementan» (ahora se utiliza mucho ese verbo) la tableta como herramienta básica en primero de Educación Secundaria. El signo de los tiempos. Me sentí muy traicionada, qué quieren que les diga. No era solo que desaparecieran los libros de texto o que ya no pudiera revisar los exámenes o que hubiera un descontrol total con los deberes. ¡Es que con el iPad del cole tenía libre acceso a internet! Fue entonces cuando tiré la toalla: me habían metido al enemigo en casa y no iba a haber fuerza humana o divina que lo volviera a sacar.

Nuestros hijos son las cobayas de la introducción de las nuevas tecnologías en el colegio y en el hogar A día de hoy, nadie sabe los efectos que tanta información va a tener sobre la educación y la cultura. Lo que como madre de un adolescente de trece años he podido comprobar es que cuando se le priva de las pantallas (televisión, móvil y tableta) se porta mejor, se muestra más sociable y sus ataques de rabia e indignación contra el universo entero son menos frecuentes. De hecho, hay estudios que relacionan nuevas tecnologías con adicción, con pérdida de empatía, escasa atención e irascibilidad.

«Sentido común», me dicen mis amigas, «no dejes de vigilar lo que mira» y «es necesario rastrear sus cuentas en las redes sociales». Yo asiento con la cabeza y en mi interior se va gestando un grito gigantesco: ¡No puedoooo! No puedo vigilarle las veinticuatro horas del día, apenas sé manejar YouTube, está en redes sociales de las que desconozco hasta su nombre. Entonces, agotada, encuentro un término nuevo: underparenting, practicar la sana desatención, relajarse y disfrutar de la experiencia de acompañar a tu hijo en el azaroso camino que es la vida. Asegurarse de que su entorno familiar sea cálido y afectuoso, un lugar en el que se sienta querido, seguro, escasamente juzgado. Un hogar en el que los comportamientos tienen consecuencias, pero evitando el drama. En ello me refugio cuando la presión me supera, en ello y en la frase del escritor D. H. Lawrence y sus tres reglas para educar a los hijos: «Dejarlos en paz, dejarlos en paz y dejarlos en paz». Pero D. H. Lawrence, claro, era inglés.

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