Este podría ser el titular de una reciente investigación del prestigioso climatólogo de la Universidad de Colorado, Richard Keen. Tiene relación su trabajo con la «luna azul» del pasado 31 de enero, expresión traducida del inglés que denomina un fenómeno astronómico que realmente no debería llamarse así (blue moon) sino (belewe month), es decir, «mes traidor», mes con dos lunas llenas. Ese día ocurrió un eclipse lunar que impidió ver esta segunda luna llena del mes de muchos lugares de Estados Unidos. Por contra a lo que a veces se dice, la luz percibida por la luna de eclipse no es rojiza sino gris oscuro. Y no es rojiza porque eso supondría que se tendría que haber producido una erupción volcánica importante para que ese polvo en suspensión tiñera de color rojizo la luz visible de la luna en fase de eclipse. Pero llevamos muchos años sin una gran erupción volcánica que pudiera provocar ese efecto.

La última destacada fue la del Pinatubo, en Filipinas, ocurrida en 1991. Y tenemos que remontarnos hasta el siglo XIX para encontrar una gran erupción volcánica con efectos planetarios (Tambora en 1815 y Krakatoa en 1883), con gran emisión de polvo volcánico y generación de los denominados «años sin verano», por la disminución de temperaturas registrada en todo el planeta al año siguiente.

Pues bien, esta falta de grandes erupciones volcánicas tiene también su efecto en el calentamiento climático que se registra en la actualidad. Según Keen, la falta de grandes erupciones volcánicas desde 1980, salvo la del Pinatubo, habría ocasionado 0,2 grados centígrados de incremento de temperatura por término medio en la Tierra hasta la actualidad.

En otras palabras, sin grandes erupciones volcánicas no hay posibilidad de «enfriar» de forma natural el calentamiento terrestre, o lo que es lo mismo, se favorece aún más el desajuste del balance energético planetario que ocasiona el efecto invernadero de causa antrópica.