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Los alcaldes contra el comendador

A los ayuntamientos no les salen los números por culpa de Cristóbal Montoro. A costa del superávit municipal se están creando una cuenta ahorro que deja en calderilla las inversiones municipales. Hace años que el Estado pasa examen ante Bruselas gracias en parte a que dos tercios de los municipios tienen sus finanzas saneadas. Y a la hucha de las pensiones, y a otras artimañas.

Hasta no hace mucho, la máxima celebridad con la que cualquiera podía toparse en la plaza, el bar o la consulta del médico era el alcalde. También es de los pocos poderes de tradición secular en la estructura política contemporánea. Cervantes, Calderón de la Barca y Lope de Vega dieron cuenta de este personaje, que para la literatura de los siglos XVI y XVII fue más carne de sainete que digno representante de la justicia municipal. El Benito Repollo de El retablo de las maravillas reúne todos los defectos que un alto cargo debería evitar. Los regidores cervantinos, al igual que los de El despertar a quien duerme de Lope, son iletrados y hacen gala de ello, pero lo peor es que no se les conoce ninguna otra destreza para el puesto, a pesar de lo cual son elegidos por los vasallos con tal de hacer la puñeta al señor feudal. No es ficción, sino que se inspira en una serie de hechos verídicos que abundaban en la España del villanaje. Hay que entender que entonces no había democracia, pero, como contrapunto a la chanza del entremés, obras como Fuenteovejuna o El alcalde de Zalamea son un reflejo de la rebelión popular, con el edil de turno al frente, contra los abusos por parte de la nobleza, los militares y otros estamentos privilegiados. Luego, ya en el siglo XVIII, un tal Jerónimo Castillo de Bovadilla confeccionó un tratado sobre cómo elegir a los gobernantes «con la debida pureza».

Hoy la municipalidad sigue mediando entre esa autoridad difusa de la capital y su masa informe de contribuyentes periféricos. En muchos lugares, sobre todo en los pequeños, el alcalde, la alcaldesa, todavía es una fuerza viva, como lo fueron en su momento el cura, el médico o el maestro; alguien que te saluda por tu nombre y te pregunta por la familia. Pero la inmensa mayoría ya hace tiempo que dejaron de ser el don Pablo turbado por la inminente llegada de míster Marshall y dispuesto a recibirlo con alegría o sin ella pero siempre en calidad de mero adoquín con boina.

A los ayuntamientos no les salen los números por culpa de Cristóbal Montoro. No entienden por qué tienen que presupuestar solo tres millones de euros de gasto si tienen nueve millones ardiéndoles entre los dedos. A costa del superávit (de una sustanciosa recaudación del IBI, básicamente) se están creando una cuenta ahorro que deja en calderilla las inversiones municipales. Hace años que el Estado pasa examen ante Bruselas gracias en parte a que dos tercios de los municipios tienen sus finanzas saneadas. Y a la hucha de las pensiones, y a la subvención a fondo perdido que supone la cuota de autónomo y a otras artimañas para la recolecta de recursos que por ser de todos parece que no sean de nadie, pero esa es otra historia. Ahora los alcaldes y regidores han dicho que para tapar los agujeros de otros, mejor se ocupan primero de los de casa. Evidentemente se aproximan las elecciones y sería poco práctico tener que dar la cara ante ciudadanos que pagan sus impuestos pero que luego tienen las infraestructuras hechas unos zorros. No les falta lógica dentro del juego político.

La Federación Española de Municipios y Provincias asegura que los ayuntamientos tienen unos 5.000 millones de euros de capital inmovilizados que quieren activar. Lo que quieren los municipios es resplandecer y generar empleo dentro de sus fronteras, es decir, que ya que pagan los vecinos, se note para qué ha servido su dinero. Y que así no haya que ir poniendo y quitando contenedores de mercancías de la plaza para dejar sitio a los tenderetes del mercado de los domingos, ni se pierda por las tuberías casi la mitad del agua que se consume, o que nadie se juegue el físico sorteando bordillos en mal estado ni falten pulmones verdes en las ciudades, las calles estén limpias y, de vez en cuando, se inauguren nuevos edificios y servicios para la comunidad.

Si impide que los pueblos se suban al tren de la modernidad, entonces la regla de gasto empieza a ser claramente anacrónica. Es un paso que se haya flexibilizado, aunque con la boca pequeña, con mucha soga, porque el Estado sigue anclando la autonomía financiera de las corporaciones locales y eso le ha dado a los alcaldes un argumento bélico de primera magnitud contra los fieros comendadores de Madrid. Hay que cambiar ya esas normas, lo que no quita que perdamos de vista otra circunstancia y es que si la recaudación ha permitido acumular tanto excedente, ¿no estaría bien ahora rebajarla? No se entenderá que las arcas estén a rebosar y el contribuyente se siga rascando el bolsillo. También ahí está la disyuntiva de los gobernantes entre demostrar sus tablas o lamentarse con aquello tan cervantino de «¿cómo si me dan zurda la vara quieren que juzgue derecho?». Eso y el «vuelva usted mañana» dan fe de que algunos clásicos tienen el don de la reencarnación.

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