Animalario. Me entero por un artículo de Pablo Álvarez en Levante-EMV (El papa, la serpiente y las noticias falsas) de que éramos pocos y parió la burra. Así, a la fidelidad del perro, la suciedad del cerdo, la astucia del zorro, la tozudez del asno, la liviandad moral de las gallinas, etcétera y que cada cual aumente la lista, tenemos que añadir ahora «la lógica de la serpiente», reptil al que le ha tocado la china de encarnar la fea costumbre de difundir noticias falsas (desde el mismísimo Paraíso engañando a Eva, hasta el lado oscuro de la fuerza, digo de Putin y TVE). La zoología es una metáfora y puede que estemos como una cabra.

La paciencia es una virtud necesaria. Entre iguales, sin embargo, es un vicio prescindible. Algunos, creo que equivocadamente, asocian la paciencia entre iguales con la tolerancia, pero no es así. La paciencia es un sentimiento o actitud movida por el orgullo de sí y el desprecio del otro; justo lo contrario que la tolerancia, que aprecia la diferencia entre los nosotros y las razones distintas a las propias. Lo que acabo de escribir, que parece el inicio del capítulo tercero de un libro de autoayuda, lo hago para tomar carrerilla y anunciar que renuncio a la paciencia (entre iguales). Ya está bien de estupideces. Así, por ejemplo, la actitud de los vicentinos. En lugar de brincar de agradecimiento porque el ayuntamiento les ofrece restaurada toda la planta baja del monasterio de La Roqueta para sus cosas, se permiten pontificar sobre los futuros y quiméricos inquilinos de la segunda planta. Uno no tiene un especial interés en que se instale la Acadèmia de la Llengua, pero, si así se decide, me parecería perfecto. Los seguidores del santo, sin embargo, no aceptan que se coloque «una entidad que quiere implantar el catalán en València», o sea, catalanista, dicen. Perdida la paciencia, ya no les discuto la opinión desrazonada sobre lo que hace la Acadèmia, pero deberían ser más agradecidos con la ciudad y ocuparse de sus cosas, entre las que no se encuentra la elección de sus futuros vecinos. No les incumbe. Eso sí: sobre la lengua, y con un conocimiento infuso muy superior al de los filólogos, que es adquirido, pueden decir lo que quieran. Pero para eso no necesitan permiso, les basta con su soberana voluntad.

Este periódico, poco a poco, y como quien no quiere la cosa, como un viejo topo levantado el vuelo de la lechuza, va incrementando el número de columnistas y colaboradoras. Escribo esto frente a una fotografía que nos hizo el periódico en marzo de 2001. Se celebraba algún aniversario y posábamos los columnistas en las escaleras del Mercado Central: 12 hombres sin piedad o 12 del patíbulo, ninguna mujer. Ahora mismo, y por fortuna, las cosas ya no son así. Escriben a diario un montón de mujeres. No creáis que no nos dimos cuenta. A mí me gusta mucho mi vecina Lucía Márquez y suscribo de pe a pa la última colaboración de Rosa María Rodríguez (Los políticos y la educación).