Todavía no se ha acabado la función y ya comenzamos a ver lo que se esconde tras el biombo de sombras chinas del artículo 155. Lo escuchamos cuando la ministra Tejerina lloriqueba reclamando una consideración por haber sido ellos, el Gobierno, y no Ciudadanos, quienes habían implantado la situación de excepcionalidad. ¡Como si no lo supiéramos! Desde el principio, todo conducía a la aplicación del 155. Ese fue desde siempre el sentido positivo de su política negativa. Lo sorprendente de la reacción del Gobierno no es que le haya salido mal la jugada. Lo sorprendente es que pensara que no lo íbamos a considerar responsable de matar la Constitución y de hacernos pasar los días más bochornosos, peligrosos e inseguros de nuestra existencia política. Y lo más extraño todavía es que prometa una vuelta a la normalidad, con media Cataluña en pie de guerra contra el Estado.

La Constitución española no puede sobrevivir a esta situación por mucho tiempo. En efecto, la situación es tan desesperada para el Gobierno que sólo la miopía narcisista de Puigdemont viene en su ayuda. Un cadáver aguantando a otro cadáver, esa es la metáfora. Si llegase a imponerse un correcto espíritu republicano, algo que sólo una ERC atenta a sus principios podría desplegar, y si Junqueras dejase de hacer seguidismo de un grupo de aventureros sin una idea política coherente y seria que echarse a la cara, como Artadis y su jefe, Rajoy estaría hace mucho tiempo en el reino de los justos y la Constitución española estaría camino de ser reformada. En esta dinámica sólo se prevé una derrota de todo lo que signifique una idea de futuro, para Cataluña y para España. Pues lo único constante de nuestra historia es que todas las derrotas de Cataluña siempre han significado derrotas del espíritu progresista en España. Creer que ese destino común se puede destejer es una ilusión, comprensible pero delirante.

Vemos dibujarse este horizonte tan pronto el asunto catalán se enquista sin traza alguna de volver a la normalidad. Ahora el Gobierno echa mano de su verdad. Cuando ya entrevé que no podrá sacar más agua limpia de este pozo, nos descubre dónde espera encontrar otros veneros electorales. Y ahí, fiel a un reflejo que viene ejerciendo desde años, siempre le espera el endurecimiento penal de la justicia, la amenaza judicial generalizada como política. Tanto es así que algunos observadores internacionales comparan la evolución de Rajoy con la de Erdogan.

Por supuesto que somos un país extraño, pero parece evidente que el Gobierno no lo lee bien. En todo caso, debemos asegurarle que pierde el tiempo con esta estrategia. Y lo pierde porque, por un lado, no debe ignorar que tiene bajo su mando al pueblo más pacífico de Europa, por lo que endurecer las penas por criminalidad no parece que vaya a ser la gran preocupación popular. Este asunto no da más de sí. En realidad, ya ha dado bastante. A pesar de ser la sociedad con uno de los menores índices de criminalidad de Occidente, España es de las sociedades con más población carcelaria de Europa. El contraste nos dice que este asunto no puede tener más recorrido. Por mucho que todos los periódicos y televisiones afectos al Gobierno nos bombardeen con el asunto de la cadena perpetua revisable, no será este el problema que mejore las expectativas políticas de un Gobierno amortizado hace mucho tiempo. Uno solo de nuestros presos ha caído bajo las previsiones de esta condena. Por mucho que el Gobierno quiera ampliar los supuestos de esta figura, no parece fácil que esta política pueda configurar un momento de hegemonía.

Empleo este lenguaje con plena conciencia, pues con razón alguien ha hablado de populismo penal para definir la política de Rajoy. ¿O es que alguien pensaba que tener encerrados a los líderes del procés es una medida azarosa? No. Es la única medida que sabe tomar este Gobierno, y si alguien creía que Rajoy iba a tratar al resto de los españoles de un modo diferente a como trata a Junqueras, está equivocado. Amenazas es todo lo que podemos esperar de Rajoy, cuando aplica la ley o cuando sugiere que ahorremos para educación y para planes de pensiones, porque deberemos dejar de contar con pensiones públicas. La lógica es la misma. Del Estado, el abandono.

Sin embargo, en este asunto concreto sus propuestas son completamente erráticas. No hay manera de introducir en una cadena de equivalencias la condena perpetua revisable cuando los delitos que contempla esta pena no son los que más preocupan a la sociedad. En efecto, la índole de los problemas reales de nuestra sociedad ha quedado simbolizada en esos jóvenes de Cazorla de catorce años que violaron a un niño de nueve. No estoy en condiciones de afirmar que lo violaron porque era musulmán, pero desde luego creo con firmeza que en el cuadro personal que hacía de él una víctima propiciatoria estaba el hecho de que también era musulmán.

¿Qué piensa el Gobierno aquí? ¿Aplicarle a estos jóvenes apenas adolescentes la cadena perpetua revisable? ¿La aplicará a los jóvenes bilbaínos que siembran el terror en el metro? ¿A ese otro joven valenciano que violó a dos mujeres? ¿O al niño de Murcia que tuvo un hijo con su hermana? Este es el tipo de delitos que deja muda a la sociedad española y ninguno de ellos se resuelve con la cadena perpetua revisable, sino con mucha inversión en educación. Pues, ¿qué le dirá Rajoy a los padres de todos estos jóvenes, víctimas y victimarios? ¿Que ahorren para la educación de sus hijos, como se han cansado de repetir los medios gubernamentales esta semana? ¿Qué tiene que decir este Gobierno a los implicados en estos sucesos, que la culpa la tienen los padres por no haber ahorrado en educación? Estos sucesos dejan deprimida a la sociedad porque en ellos tenemos la certeza de que víctimas y victimarios son los mismos. Y el Gobierno sólo tiene una palabra: ahorrar para resolveros vuestros problemas. ¡Y esto cuando sabe que solo un 1,5 % de la población está en condiciones de ahorrar 6.000 euros al año!

Llamar política a lo que hace el Gobierno es un insulto a la inteligencia. De estas actuaciones solo podemos decir que nos sugieren con fuerza que el Gobierno ya no sabe por dónde tirar. En todo caso, la política penal y la política de amenazas no podrá tener efectos hegemónicos. Sólo contempla una equivalencia negativa: cualquiera puede ser encausado por un endurecimiento permanente de los supuestos delictivos, por un agravamiento de las penas, o por una privatización creciente del Estado. Ante esta situación debemos decir que estamos tocando fondo y que una reacción política se hace urgente y necesaria.

En efecto, los acontecimientos que hemos conocido esta semana, y que han sido respondidos por el Gobierno con una intensificación de su populismo penal, nos muestran una sociedad que ha entrado en picado en sus percepciones morales. Y en realidad, la forma en que este Gobierno ha tratado la corrupción política habría sido capaz no ya de desmoralizar a las legiones de eremitas de la Tebaida, sino a los ejércitos de serafines del Señor. El Gobierno puede creer que ha ganado esa batalla porque ha resistido. Pero en realidad lo que ha hecho ha sido dejar al país destruido y confundido acerca de qué pueda ser un criterio de convivencia. Es lógico que ahora el país entero muestre su rostro más amargo. Una sociedad democrática no puede vivir así por mucho tiempo sin devorarse a sí misma. Y no podemos consentir que esa situación ofrezca coartadas al populismo penal del Gobierno. De ese círculo, en el que Rajoy nos ha metido con plena conciencia, tenemos que salir con una reacción política. En ella nos jugamos nuestro destino como pueblo democrático.