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Armas

Esta semana un asesino enloquecido mató a 17 personas e hirió a otros muchos entre alumnos y profesores de un instituto del que lo habían expulsado. Ocurría en Parkland, un pueblo de Miami reputado hasta entonces como el condado más seguro y de menor criminalidad en todo el Estado. Este espanto debería horrorizarnos por dos motivos: por el número de víctimas y por la edad del asaltante. Sin embargo, este tipo de crímenes es acogido últimamente con un encogimiento de hombros: no es el primero ni será el último. Con una regularidad pasmosa se producen estos incidentes en Estados Unidos (aunque no deba olvidarse el de hace pocos años en un campamento de verano de jóvenes suecos en una isla cercana a Estocolmo). 323 muertos en 13 incidentes a partir del de Columbine en Colorado en 1999 e inmortalizado en el cine por Michael Moore. Todos, menos el de esta semana, acogidos con indignación y propósito de la enmienda por las autoridades, incluido el presidente (son famosas las alocuciones de Obama tras las matanzas de Binghampton, NY (13 muertos), Newton, Connecticut (27 muertos) y San Bernardino (14), en 2009, 2010 y 2015). Trump, el analfabeto insensible, tiene claras sus prioridades: responsabilizar a todos menos a los fabricantes de armas. Por eso su discurso de hace cuatro días fue una pieza repulsiva de oratoria.

Todo se reduce a una enmienda, al parecer inamovible, de la Constitución de los Estados Unidos, la que declara que todo norteamericano tiene derecho a portar armas y a usarlas si considera que su vida o su hacienda corren peligro. Es una salvajada, claro, entre otras cosas porque es el regreso al salvaje Oeste inmortalizado en tantas películas de Hollywood y Almería. También esta circunstancia podría ser menos grave de no haber sido por la extraordinaria influencia que ha adquirido el lobby de los fabricantes de armas, contra el que nada pueden el presidente y el Congreso juntos.

Con todo, la gravedad del tema podría ser menor si no se facilitara a cualquiera comprar armas. Cualquiera. Como decía una superviviente del colegio de Parkland, es aberrante e incomprensible que en Estados Unidos nadie menor de 21 años pueda comprar una cerveza o un paquete de cigarrillos y que, sin embargo, un chaval de 16 años se pueda hacer con una ametralladora.

Si por esta peculiaridad americana, cualquiera tiene derecho a adquirir una ametralladora (se supone que no para hacer crema de vainilla), lo menos que se puede pedir es que las ventas sean controladas. A esto se iba acercando Obama con tímidos pasos cuando Trump ganó las elecciones e inmediatamente abolió cualquier control. No solo porque está sometido al poder del lobby (a veces merced al sencillo expediente de dejar de contribuir verdaderas fortunas a los comités de elección del presidente, de los senadores y de los congresistas), sino probablemente porque está de acuerdo con él y su política de ventas.

Déjenme que invoque un ejemplo de racionalidad: Japón. Japón tiene un tercio de los habitantes de EE UU (unos 128 millones por 323 millones); las muertes por arma de fuego no llegan a 10 al año comparadas con las 33.000 en Estados Unidos. En 2016, la policía japonesa disparó un total de 6 tiros (claro que la policía americana es de gatillo fácil). ¿Comprar un arma en Japón? Desde luego, siempre y cuando no sea una automática o de asalto. ¿Qué hay que hacer? Primero, recibir instrucción de tiro y de las circunstancias en que pueda parecer justificado. Dos, tener una puntería precisa al 95%. Tres, someterse en un hospital a un examen exhaustivo de las condiciones psíquicas y sicológicas. Cuatro, ser sometido a otro riguroso análisis de los antecedentes personales y familiares. Ya ven, en Japón creen que las armas no deberían desempeñar papel alguno en la vida de la sociedad. Bastante tienen con las películas de samuráis y de yakuzas.

Hubo un tiempo en Gran Bretaña en que la policía iba desarmada: bastaba su presencia, la del casco del bobby. Al final, con tanto terrorismo y tanta guerrilla urbana, hay unidades especiales que van armadas€ pero los bobbies del barrio siguen paseando como siempre, con un walkie-talkie encendido por si las moscas. Pero van desapareciendo como desaparecieron las cabinas telefónicas rojas.

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