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Malos tiempos para los artistas

El historiador y biógrafo romano Cayo Suetonio, coetáneo de los emperadores Adriano y Trajano, escribió: «En un Estado verdaderamente libre, el pensamiento y la palabra deben ser libres». Dieciséis siglos después, el escritor y filósofo francés François-Marie Arouet, conocido como Voltaire, insistía: «No estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé con mi vida tu derecho a expresarlo». Dos ideas separadas por cientos de años de cambios sociales, culturales,.. que, en pleno siglo XXI, en España, podrían llegar a parecer revolucionarias en relación con las situaciones que estamos viviendo.

¿Qué contestarían Suetonio o Voltaire si se les preguntara por la detención de unos titiriteros tras una representación con marionetas? ¿O por el secuestro judicial de un libro (Nacho Carretero)?, ¿O por la condena de cárcel de 3 años de un rapero (Valtonyc) por la letra de sus canciones? ¿O por la retirada de unos cuadros (Santiago Sierra) de una exposición por su contenido? ¿O por la creación de comisiones para supervisar o reorientar las creaciones de los artistas falleros? ¿O por el cuestionamiento de las representaciones en la fiesta de carnaval (Drag Sethlas) por «atentar» contra la religión..? Todo ello independientemente de si lo que se dice o se hace pueda resultar ofensivo, de mal gusto,..

No se trata de defender ni de condenar a nadie. Es, evidentemente, un debate complicado, donde confluyen derechos como el de la libertad de expresión (que avala también a la libertad de crítica) y el derecho al honor y a la dignidad. Si nos centramos solo en el vértice de la libertad de información, el que atañe a los medios de comunicación, las líneas están más o menos delimitadas jurídicamente por el derecho al honor y la intimidad. Pero ¿qué sucede cuando se trata de una expresión artística? ¿Dónde está la frontera? ¿Qué se considera ofensa? ¿Qué determina la amenaza? ¿O el ataque? ¿Dónde está la barrera entre el escarnio o la chanza? ¿Y entre la provocación y el ataque? ¿Y entre la crítica y el agravio?

La Real Academia Española de la Lengua, en la segunda de sus acepciones, define el arte como una «manifestación de la actividad humana mediante la cual se interpreta lo real o se plasma lo imaginado con recursos plásticos, lingüísticos o sonoros». Estas expresiones, además, pueden tener una dimensión molesta, provocativa, instigadora o transgresora, evidentemente.

Desde el punto de vista legislativo, el Tribunal Constitucional, en su sentencia 232/2002 ya precisa la «distinción entre pensamientos, ideas y opiniones». Sobre (...) «las opiniones o juicios de valor -dice-, por su naturaleza abstracta, no se prestan a una demostración de exactitud, y ello hace que al que ejercita la libertad de expresión no le sea exigible la prueba de la verdad o diligencia en su averiguación».

Dicho ésto, ¿se pueden poner líneas rojas a la expresión artística por extrema y provocadora que sea? ¿Quién se atreve a trazarlas? ¿Quién se atribuye la capacidad subjetiva de determinar cuando lo alegórico o lo simbólico constituye delito?

El historiador del arte y escritor Jorge Luis Marzo ya advertía de que «Las censuras al arte nacen habitualmente de la asunción por parte de amplios sectores sociales de que la influencia de las obras no deben traspasar su mero ámbito profesional y de exhibición».

Intentar enclaustrar la expresión artística, normalizarla, moderarla o arrancarle la capacidad de transgresión no se puede considerar más que censura. Es un intento de crear una cultura institucionalizada, cercenando su papel de transformación, alejándola de su fuente: la sociedad.

Se podrá considerar de buen o mal gusto, de excesivamente violento,.. pero ¿y si ese grado de violencia pretende ridiculizar la propia violencia? La pintura, la escultura, la escritura y la música están llenas de esos ejemplos.

La expresión artística «per se» es inclasificable, discutible y profundamente subjetiva.

Para Tomás de Aquino suponía «el recto ordenamiento de la razón», mientras que para Picasso era «la mentira que nos ayuda a ver la verdad». Dos visiones contrapuestas y respetables que dan idea de la universalidad de la expresión artística ¿Nos vamos a atrever nosotros a encasillarlo en los tribunales?

Toda esta polémica, por cierto, me ha sorprendido leyendo «Entrevistas breves con hombres repulsivos» de David Foster Wallace, una obra en la que, probablemente, varios de sus pasajes serían pasto de la hoguera moralista o de los cada vez más frecuentes «tribunales» ciudadanos de la uniformidad.

Malos tiempos para los artistas.

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