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Antifrágil

España necesita pensarse a sí misma de forma antifrágil, frente a la peligrosa institucionalización de la irresponsabilidad

La aparición de eventos imprevistos, que conocemos como "cisnes negros", hizo plantear a Nassim Nicholas Taleb la necesidad de construir sociedades antifrágiles, un concepto huidizo y difícil de definir pero que resulta intuitivamente nítido. Las personas antifrágiles son aquellas que saben madurar en tiempos tempestuosos y que afrontan el futuro teniendo en cuenta las razones para el pesimismo. De un modo similar, las naciones -o colectivos- antifrágiles son las que perduran a través de los siglos, más allá de lo que su curva de crecimiento haría presagiar: China, por ejemplo, con una historia que se cuenta por milenios; el pueblo judío en su diáspora; el catolicismo, a pesar de los cismas y su carencia de divisiones militares. Antifrágil es Suiza, un país refugio que se beneficia de las crisis exteriores y que ha construido buena parte de sus infraestructuras para hacer frente a cualquier tipo de colapso. Antifrágiles son las políticas de cohesión social asociadas al saneamiento de las cuentas públicas -un requisito constitucional en Suecia-, que caracterizan a los sólidos países de Escandinavia. Antifrágil es la obsesión por el peligro inflacionario, el superávit fiscal y la formación del capital humano que define el último medio siglo alemán. Antifrágiles son los efectos positivos de las buenas instituciones, de las virtudes y valores burgueses, frente a los espasmos de un futuro que se quiere construir de espaldas al realismo del pasado.

La parábola evangélica de la casa edificada sobre roca -y no sobre arena- se acerca mucho a esta idea. O el cuento infantil de los tres cerditos. El largo plazo subraya la línea divisoria entre la fragilidad y la antifragilidad, entre el empobrecimiento y la habilidad para beneficiarse de los cambios. El largo plazo piensa más allá de los ciclos económicos, demográficos y culturales, y se solidifica en los equilibrios. Pongamos el ejemplo de España en este siglo: ¿cómo llegamos a 2008? ¿Y cómo hemos salido de él? Presupuestariamente destruidos, con unos niveles de deuda insostenibles, un desempleo estructuralmente elevadísimo y buena parte de la industria deprimida. En el plano político, el populismo se ha extendido al mismo ritmo que el desenmascaramiento de la corrupción y la pésima gestión de los cuadros de mando en los distintos partidos. Esta selección natural a la inversa -una especie de involución antidarwiniana- no puede salir gratis: parte del éxito alemán pasa por la calidad de su clase dirigente, no sólo empresarial. Frente a la sobredosis de abogados y economistas que lastra la burocracia europea, China está dirigida por ingenieros -con su particular escala de valores-.

Lo propio de las sociedades antifrágiles es un sentido de pertenencia que se piensa a varias generaciones vista. No buscan maximizar el presente sino preparar un mejor horizonte de futuro. Un ejemplo obvio es el endeudamiento, que debe ser sostenible si no queremos cargar sobre los hombros de nuestros hijos un peso excesivo. Una de las trampas habituales en las democracias es ceder a lo que el economista Tyler Cowen denomina la "ilusión fiscal", es decir, la institucionalización de la irresponsabilidad política debida a los efectos sedantes a corto plazo del endeudamiento. O su falta de cálculo al dejarse llevar de forma demasiado alegre por las necesidades morales de la corrección política. Así, todavía hoy pagamos un precio exorbitante de la luz a causa de la apuesta poco realista por las renovables que hizo Zapatero. No siempre la utopía va de la mano con lo posible. A menudo, más bien, sucede lo contrario.

Buscar la antifragilidad debería ser el objetivo de un Estado responsable. En España, por ejemplo, pensar el largo plazo supondría tomar medidas en primer lugar ante colapso demográfico y el envejecimiento de la población. ¿Contamos con suficientes residencias públicas de ancianos y centros de día para atender la demanda futura? ¿Son sostenibles las pensiones? Pensar el largo plazo exige atender la educación como una emergencia nacional, frente a de los discursos triunfalistas o la arrogancia estúpida de las modas. Pensar el largo plazo significa entender que la cohesión -ya sea social o territorial- supone reforzar lo que el profesor Avishai Margalit denomina las "relaciones densas": una variante reforzada de la confianza entre ciudadanos. Ser antifrágil supone, en definitiva, recuperar el prestigio de la política, las instituciones y el parlamentarismo. Una receta difícil, pero necesaria.

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