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Santa Eulària

La borrasca, sobrevolada, era una tierra gris, de pliegues yermos en el que el iris proyectado por el avión parecía la señal de un sonar cansado de buscar vida. Pero el avión buceó en esa materia oscura jugando el juego mortal de no enredarse en los jirones de niebla, tan densos, tan reales, y en una ventana de claridad asomó, de repente, el primer trozo de Eivissa, Es Vedrà, el peñón isla, impresionante como un volcán, como un santuario telúrico. Hasta el río de Santa Eulària ha vuelto a la vida gracias a un año lluvioso (veo alfombras de musgo entre los pinos centenarios de Ca´s Banquer, que también llaman Getsemaní). Es más, el río les sirve a las fochas, a los carriceros, a los azulones y a las garcetas para fabricar una imagen especular de nuestra propia fauna.

Al pasar junto al puente antiguo que, según la tradición, construyó el diablo en una sola noche, me encuentro a un gato que saluda la mañana tibia y las piedras soleadas con un intenso y recreado restregamiento. Todo él es redondito y mullido, de terciopelo negro. Hubo y hay río y hasta acequias, molinos y un torrente con agua. El diablo dejó descendencia en su puente: los familiars, versión isleña de los gremlins, con atribuciones tan pintorescas como trabajar más que un batallón de castigo o comer como cien cavadores de viñas. Hasta les han dedicado una exposición en el viejo refugio de guerra de Santa Eulària.

Eivissa conserva el encantamiento del agua, el poderoso sortilegio de las caletas -en la de Sant Vicent me alcanzó la suspensión del tiempo, mi corazón era un roquedo de lagartijas quietas- pero sufre pequeños embotellamientos aquí y allá, hay un tráfico incesante y se han puesto de moda los beach clubs que gestionan empresas multinacionales y llenan la playa de camas tailandesas, menú y música constante, hasta no dejar espacio ni para una toalla. Me pasó en Es Cavallet donde hube de cruzar, a lo largo, la terraza de un restaurante para llegar a unos escollos que parecían prometedores (lo eran). Una camarera rubia casi me placa, pero «no havia vengut a fer gastu», que dicen los payeses.

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