Menudean los episodios aberrantes entre los niños, y comienza entre los adultos la puesta en escena de una preocupación hipócrita, la cínica enumeración de causas ajenas al tema, el teatro del escándalo. En conjunto, una maniobra engañosa para tranquilizar la conciencia y al mismo tiempo dejar intacto el verdadero motivo del extravío sexual de los menores. Quiere decirse que se mentan muchas bichas pero se deja sin mentar la bicha gorda, la bicha principal, el bestiorro que lo explica todo pero tiene tanto arraigo que nadie se atreve a hostigarlo. Porque la causa de la enfermiza lubricidad que padecen los niños no está en la mala educación, en la escasez formativa o en las nuevas variantes del acoso escolar, sino en el acceso libre y constante a la pornografía; y nadie lo dice porque limitar la pornografía en internet supondría limitar el noventa por ciento del tráfico electrónico. Pero la pornografía es la bicha; un atajo al infierno en las faltriqueras infantiles.

Basta con poner atención a las conversaciones de los adolescentes y preadolescentes para darse cuenta, por las palabras que dicen y por los gestos que hacen, de que se dedican a visionar pornografía de manera compulsiva, y de que semejante actividad les ha deformado la percepción hasta el punto de confundir la fantasía con la realidad, o de forzar la realidad para que se acerque a la fantasía. Y esta realidad es, con frecuencia, un compañero de nueve años o una vecina de veinticuatro. Luego combínese una percepción tan patológica, tan patéticamente morbosa, con un carácter caprichoso y tirano, acostumbrado a la complacencia incondicional e inmediata, y se obtendrá el prototipo de la nueva y creciente figura del crimen: el violador menor.

Pueden habilitarse millones de programas educativos; pueden potenciarse hasta la náusea las escuelas de padres; pueden lanzarse campañas publicitarias tan persuasivas como se quiera, pero mientras los niños crezcan abandonados y lleven los bolsillos rebosantes de báratro, los desaguisados irán a más. Los niños han empezado, como los mayores, a envenenar su espíritu; consumen pornografía como descosidos a edades cada vez más tempranas, quizá para zafarse de una parte de sus circunstancias. De modo que pueden presumirse, por la precocidad, niveles de protervia inéditos en la próxima generación adulta.

La pornografía destrozaba noviazgos y matrimonios, y ahora también las inocencias de los niños, convirtiendo infancias limpias en zahúrdas abominables. Y la cuestión ha llegado a un punto en que no es fácil determinar qué resulta más horripilante: si las cochinerías de los niños o la desfachatez del populacho, que se rasga las vestiduras pero apunta en falso para que no le recorten el vicio.