La retirada de la obra Presos políticos en la España contemporánea, de Santiago Sierra, de las paredes del estand de la galería de Helga de Alvear en Arco, ha supuesto la intromisión de Ifema en un asunto en el que nunca debió haber entrado. Si se percibe lo acontecido con un mínimo distanciamiento, se puede comprender, sin esfuerzo, que se trataba de un conjunto cuyo planteamiento era concordante con lo que consideran, al respecto, decenas de miles de personas, y cuyo argumentario, sea compartido o no, se ajuste, o no, a la realidad, aparece en todos los medios informativos hasta convertirse en un lugar común, al menos, entre los independentistas al uso.

Con una afinidad tan extendida, considerarla como una radicalidad conceptual también es inapropiado. Y tampoco lo parece desde el punto de vista estético, al no formar parte de la elección extremada de la imagen incluida en la fotografía; recordemos las destacadas de Mapplethorpe, Warhol, Araki, Zownir, Clark y más. Ahora, una vez las 24 imágenes pixeladas de Serra han sido adquiridas por una cifra superior a los 80.000 euros, podrán vivir una segunda existencia, pero solo convertidas en el icono pasivo de una retirada realmente incomprensible.

La radicalidad en el arte, entendida como transgresión frente a la ideología dominante, o ante los conceptos estéticos aceptados por la mayoría, ha tenido una historia tan larga como la de la propia creatividad humana; y ha sido defendida en momentos mucho más difíciles, en los que, a diferencia de lo ocurrido estos días, la han debido sostener en solitario los autores, asumiendo con frecuencia un riesgo incomparable.

Desde mi punto de vista, la imagen más transgresora de la historia del arte occidental la ha representado La muerte de la Virgen, que pintara Caravaggio en 1606, actualmente en el Museo del Louvre. Más aún que, en el ámbito conceptual, lo fuera el Guernica de Picasso (1937), denunciando los horrores de la guerra; o en el terreno estético, La fuente de Marcel Duchamp (1917) que no es sino un urinario colocado al revés, abriendo la posibilidad de que cualquier objeto, dependiendo del contexto, pudiera ser considerado arte y que fue presentado en la Exposición de Artistas Independientes de Nueva York, abriendo y cerrando, en un solo momento, la radicalidad de todo el siglo XX.

Cuando Caravaggio pintó su lienzo con figuras próximas al tamaño natural, se enfrentó al pensamiento único propio de la Contrarreforma, que le acababa de dar a la virgen María un papel protagonista en el desarrollo teológico como intermediadora entre el alma humana y el poder de Dios, contrarrestando las ideas de Lutero y de Calvino, que le concedían un ámbito más terrenal y secundario. Un asunto de importancia capital en un período en el que la Iglesia aparecía dotada de un poder omnímodo y se condenaba a cualquiera por contravenir la norma, acusándolo de herejía. Por ello, haciendo seguidismo del doctrinario oficial, los autores más importantes de pintura religiosa de aquel siglo -Anníbale Carracci, Guido Reni o Nicolas Poussin, entre otros- la describieron en el momento glorioso de su asunción al cielo, elevada por los ángeles. Una imagen que se extendió a todo lo largo del siglo XVII. Caravaggio, sin embargo, la pintó unos momentos antes, representándola como una joven muerta extendida sobre una mesa en un lugar empobrecido, utilizando como modelo a una prostituta ahogada en el Tíber, con el rostro lívido, el brazo izquierdo inerte y con el vientre y los pies hinchados, donde nada anuncia la ascensión al cielo. Un ámbito en el que no hay muestra de esperanza, mientras permanece rodeada de miserables descalzos, sacados de la calle, a los que les confirió el rango de apóstoles entristecidos. El impacto del cuadro fue tremendo. Encargada para estar en la iglesia de Santa María della Scala, fue retirada de allí, sacada de Italia y, tras hacer un largo peregrinaje de sucesivos propietarios, en 1671 recaló en Francia, siendo adquirida por Luis XIV. Ahora está considerada, como también el Guernica de Picasso, y La fuente de Duchamp (cada una por motivos bien distintos), como una de las obras maestras del arte universal.

La radicalidad no siempre ha estado tan bien justificada como en las obras comentadas, pero no por ello ha dejado de intervenir forzando los límites extremos. Uno de los movimientos más reconocidos en el espacio moderno, fue el del Accionismo vienés, entre cuyos autores destacados figura Hermann Nitsch, que durante años realizó acciones colectivas, especialmente a partir de 1955, rememorando rituales ancestrales que incluían procesiones con animales muertos abiertos en canal, improvisación entre los participantes y caos, buscando la creación de la obra total y vigorosa, a las que llamó «teatro de orgías y misterios». Pero en otras ocasiones, la radicalidad también se ha aproximado al esperpento, como ocurrió en 2014, cuando, en Sevilla, un grupo de personas llevó en volandas la imagen de una vulva entreabierta de plástico, de dos metros de altura, a modo de marcha supuestamente procesional, invocando una retahíla de necesarias libertades.

La radicalidad, pues, no se puede definir como algo concreto; en unos casos es una destacada necesidad creativa que hay que proteger, cuyos recorridos obedecen a justificaciones conceptuales y estéticas bien fundamentadas, y en otros puede llegar a ser el fruto de una trivialidad oportunista, que tampoco hay que negar. La obra de Sierra presentada en Arco tal vez goce de ambos ingredientes. En cualquier caso, la invitación a retirarla en un contexto tan preciso como una feria de arte, es una acción deliberada contra la necesaria insumisión creativa; entretanto, las personas que lo propusieron, se dejaron llevar por una impulsividad indefendible. Un ejemplo que debe servir para exigir mesura.