Hace unas semanas se cumplieron los primeros diez años desde que la Ley 52/2007, más conocida como la Ley de la Memoria Histórica, dio sus primeros pasos tras ser aprobada por la mayoría de los diputados del Congreso de los Diputados. Vino esta ley a llenar un hueco que la democracia española tenía pendiente en relación a la reparación de la memoria personal y familiar de todos aquellos que padecieron persecución o violencia durante la guerra civil y la dictadura -en palabras de la propia ley- y que vieron sus vidas gravemente limitadas como consecuencia del golpe de Estado de 1936. Probablemente sea esta ley una de las más criticadas de la democracia española y al mismo tiempo una de las que menos se han leído. Desde su promulgación fue atacada duramente por la derecha social y mediática con el Partido Popular a la cabeza que vio como una afrenta una reparación que debería haberse producido tras la recuperación de las libertades y de los derechos fundamentales de los ciudadanos con la llegada de la Transición.

Durante la dictadura franquista cientos de miles de españoles fueron encerrados en cárceles franquistas por su condición de republicanos donde eran golpeados y ejecutados. Médicos, profesores y periodistas vieron truncadas de raíz sus carreras profesionales mientras veían como eran sustituidos por fieles al régimen. Somos el segundo país del mundo con más desaparecidos enterrados en cunetas de un territorio, cuerpos que siguen esperando que se les desentierre y se les de una digna sepultura.

La Ley de Memoria Histórica ha supuesto el paso definitivo para la superación de la guerra civil y de su principal consecuencia: una larga dictadura. Para ello es imprescindible que se den dos presupuestos. En primer lugar, eliminar de edificios, calles y plazas viejos vestigios de una ideología que desde el primer al último día de existencia hizo publicidad de una guerra y de una victoria mediante la exaltación de sucesos y de nombres de clara raigambre franquista. En segundo lugar, exhumar todos los cuerpos sin importar su ideología que permanecen enterrados en cualquier parte. España sólo será un país plenamente democrático cuando se atreva a mirar si miedo ni cortapisas su propio pasado, sus miserias y sus aciertos.

Al mismo tiempo, en estos últimos años, historiadores como Ángel Viñas han llevado a cabo un riguroso trabajo de desenmascaramiento de la gran mentira histórica que el franquismo trató de articular rescatando de la propaganda franquista a imprescindibles como Juan Negrín o Manuel Azaña y poniendo negro sobre blanco la verdad basada en documentos históricos y en los testimonios de miles de represaliados.

Resulta inexplicable la férrea oposición de la derecha española a que salga a la luz la verdad de lo ocurrido. Es comprensible que los descendientes de todos aquellos que participaron en la maquinaria franquista no quieran que se recuerde lo que hicieron sus padres o abuelos durante el franquismo para que ellos pudieran tener vidas privilegiadas, pero por encima de todo prevalece el recuerdo de los que quisieron una España libre y justa.