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Periodismo, redes sociales y posverdad

Todo comenzó con la protoescritura a base de símbolos. Bueno, antes estuvo el verbo, la palabra, pero como el hombre es débil a las tentaciones, alguien pensó que lo que está escrito no tiene vuelta de hoja. Y nació la escritura. Seguramente fueron los egipcios los primeros escribas. La escritura nació, como casi todo, por necesidad. La egipcia ayudó a vertebrar la nación del Nilo. Tenía función comercial y eran muy pocos los que tenían el privilegio de conocer sus secretos. Así es que los escribas eran casta de enorme poder. Quién sabe si por eso durante siglos y siglos eso de saber leer y escribir se reservaba para unos pocos privilegiados. En la Edad Media, ya saben, sólo los monjes se convirtieron en los depositarios de lo escrito. Y hasta bien entrado el siglo XX en nuestra vieja y achacosa España la mitad de sus gentes no sabían leer. Un servidor todavía recuerda a una señora mayor, allá por los años setenta que me preguntaba qué número de autobús era el que llegaba porque, me lo confesaba con vergüenza, no sabía leer.

Siempre ha habido gente interesada en que haya muchos analfabetos. En la medida en que la proporción de indocumentados sea mayor, mayores son las posibilidades de que uno pueda ascender a la casta de privilegiados. En esos términos hay que empezar a pensar en esta era de la posverdad. Como todo el mundo ya sabe leer mecánicamente, el secreto consiste ahora en hacerle leer lo que no es cierto. En meterle gato por liebre. Y estamos en ello. Y lo del gato por liebre es notoriamente manifiesto en las denominadas redes sociales que nacieron para fomentar grupos de amistad y se han convertido en poderosos medios de opinión pública.

Usted, querido lector, es una persona solvente porque ha elegido el papel escrito de un periódico. Usted sabe que un servidor puede escribir mejor o peor, estar más o menos acertado, pero usted entiende que lo que aquí se escribe, en este artículo de opinión, en un titular, en cualquiera de las informaciones, tiene la máxima de las credibilidades en el sistema en el que se mueve el periodismo escrito, sometido hoy a los envites de una crisis sin precedentes. Aquí, eso seguro, se respeta el valor de la palabra impresa. El periódico es el notario de la actualidad y mucho se cuidará el redactor o el director de incumplir la ley y procurará respetar los códigos éticos y morales que impone una relación de convivencia.

Leo en una portada que Vargas Llosa diagnostica una crisis de la democracia por culpa de las nuevas tecnologías. Las nuevas tecnologías han popularizado la presencia de la opinión, de cada una de las opiniones, en las redes sociales. La cultura, lo escrito, como sinónimo de creíble se diluye en la inmensidad de la masa. Cada cual suelta lo que le parece, sin códigos, sin reglas de convivencia. Se trata de una asamblea, diríase que mundial, sin un moderador. Es la expresión viva de la profundidad del alma humana, para lo bueno y también para lo malo. Tanto que en esa asamblea se cuestiona cada vez más qué es lo bueno y qué es lo malo y consecuentemente qué es eso de la democracia. Todo parece volátil, inconsistente, despreciable. Estamos ante una revolución imparable. Nadie sabe en qué acabará esto.

Frente a toda esa inconsistencia es posible que la única esperanza quede reservada para los nuevos monjes del siglo XXI: los profesionales del periodismo escrito, aquellos que conservan códigos éticos y procuran buscar la verdad desde la libertad pero sobre todo desde la equidistancia y la honradez. Si todo eso se pierde, se perderán los fundamentos de la cultura. Curiosamente regresaríamos al verbo porque lo escrito no tendrá ningún valor. O volveremos a una escritura para iniciados, que así eran los jeroglíficos de los escribas egipcios. Porque, en verdad, pensar que las masas tienen razón es la primera de las perversiones de la democracia.

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