Érase una vez un país, un continente, un planeta, en el que lo que predominaba era la fuerza. No, no es que fuera un país, un continente o un planeta primitivo, no; la alta tecnología ya había llegado, los ordenadores estaban por todas las casas y reinaban los automóviles, los trenes rapidísimos, los rascacielos admirables, ya sabes, todo eso que llaman progreso. Pero de verdad, lo que aparecía en cuanto escarbabas un poquito, era la fuerza bruta.

Al margen de las apariencias educadas, lo realmente importante era el poderío físico. Una buena bofetada siempre era eficaz para poner por encima al poderoso del humilde, al fuerte del débil, al grande del pequeño, al adulto del niño, al joven del anciano y, sobre todo, al hombre de la mujer. Cualquier cortesía (las señoritas primero) ocultaba detrás un mundo de golpes y supremacía masculina que empapaban el cine, la televisión, el idioma, los periódicos, los libros, la cultura en general incluyendo, no te asombres, una constitución, llamada democrática, que impedía el reinado de cualquier mujer simplemente por eso, por ser mujer.

Los hombres, a veces, llevados por un llamado amor extremo, propinaban cachetes a las mujeres produciendo morados en la cara que no estaban bien vistos. Incluso, cuando era inevitable, había denuncias y condenas. Pero los cachetes pasaban a palizas, y las palizas a asesinatos, mientras, el poder disimulaba. Muchos discursos pero pocos resultados.

Ante tanto desatino, algunas mujeres empezaron a pensar que las cosas podían ser de otra manera, y se reunían para soñar con una sociedad diferente. Fue cuando decidieron actuar y llenaron las paredes de consignas violetas. Pero lo peor para ellos era lo que les esperaba después, porque bajo la consigna de una huelga general, cada mujer concretó su propia huelga particular.

Y así, hubo huelga de cariño, de amor, de ternura, de compañía; huelga de sensibilidad, de apoyo, de esfuerzo compartido, de solidaridad. Huelga de caricias, de placer, de orgasmos fingidos, de carmín y maquillaje, de amantes escondidas y besos en un descampado. Huelga de pasiones y arrebatos, de deseos desbordados, de silicona y de zapatos con tacón de aguja. Huelga de «sí quiero», de planchar camisas y de café con leche en la cama, de sacar entradas para el teatro, de comprar regalos para las sobrinas. Huelga de embarazos, de partos, de empuje ahora, de lavar pañales y amamantar retoños, de acudir de madrugada junto a la cuna. Huelga de aniversarios siempre olvidados, de fiestas de cumpleaños, de compromisos, de obligaciones inventadas, de costumbres, de desprecios. Huelga de fiestas para el jefe, de bailes con manoseos, de bandejas con canapés, de tráeme una copa que estoy muy cansado, de qué hay para cenar. Huelga de armarios ordenados, de despensa llena, de mesa y mantel, de niños limpios, peinados, almorzados y sonrientes. Huelga de sábanas de seda, de cremalleras, de striptis con música de nueve semanas y media. Huelga de nalgas que no temen pellizcos, de mejillas que no aceptan bofetadas, de escotes que no necesitan miradas. Huelga de roces junto a la fotocopiadora, de estrechuras provocadas en el metro. Huelga de listas de la compra, de pedir turno en el supermercado, de elegir el menú de cada día y cada noche. Huelga de ir siempre detrás, de ser una sombra, de aguantar, de tolerar, de agachar la cabeza, de pedir permiso, de disimular, de temer, de resistir.

Fueron millones de huelgas diferentes secundadas por millones de mujeres hartas de no ser mujeres, sino víctimas. Tantas huelgas que al final aquel país, continente o planeta, se paró ante la mirada atónita de millones de hombres incapaces de volver a ponerlo en marcha. Y dice la leyenda que no volverá a moverse jamás hasta que los hombres no encuentren un antídoto que convenza a las mujeres de que, de verdad, los tiempos están cambiando.

Pero, oye, tienes una mirada extraña ¿qué te pasa?, no tienes de qué preocuparte, mujer, sólo es un cuento. Si ya lo sé, solo estoy pensando de qué haría yo mi huelga particular.