Visitar una exposición sobre el campo de Auschwitz resulta una experiencia sobrecogedora. No resulta fácil describir los sentimientos que te ahogan por dentro, porque no hay palabras con la suficiente carga emocional para expresar el horror tan atroz e inhumano que debieron padecer sus obligados protagonistas. ¿Cómo se puede describir el dolor de unos padres a los que se les arranca los hijos de sus manos, la tristeza de familias forzadas a separase para siempre, las últimas miradas antes del adiós definitivo? ¿Cómo vivir, los supervivientes, con esos recuerdos el resto de la vida?

Qué terror recorrería el alma inocente de aquellos niños al contemplar en obligada y repentina orfandad las armas, los uniformes, las alambradas, los gritos y el infierno ante ellos.

Este mes de marzo se cumplen ochenta años de sucesos que dejaban adivinar las consecuencias de un nacionalismo elevado a la potencia infernal de la locura: el nacionalsocialismo alemán se anexionaba Austria; era el Anschluss. En marzo del año siguiente, el nuevo Reich de pureza nacionalista ocuparía el resto de Checoslovaquia. Aquel nacionalismo que brotó en la Europa sabia y civilizada y que acabó desatando el mayor averno conocido contó con fechas simbólicas: un 9N de hace ochenta años se produjo la noche de los cristales rotos; ataques respaldados por el sistema contra vecinos inocentes. Y también un 1-O de hace ochenta años comenzaba la fagocitación de los Sudetes checos por un pangermanismo que reclamaba esos territorios apelando a la unidad cultural y étnica.

Recientemente hemos visto como la diputada de ERC Ester Capella identificaba los métodos del Estado español con los utilizados por los nazis. De forma similar, Carles Puigdemont calificaba a España de Estado totalitario. Pero también hemos oído a Joan Tardà aludir a la unificación de la Comunitat Valenciana y Baleares con Cataluña, en su aspiración a lograr los países catalanes.

Puede que los ánimos estén exaltados y las emociones a flor de piel... pero el recuerdo, la memoria de millones de inocentes -muchos de ellos niños- que fueron martirizados en nombre de un nuevo Estado, empeñado en enaltecer sus señas de identidad, exige el respeto solemne a la hora de realizar determinadas manifestaciones y de realizar según qué reivindicaciones.

La Historia a veces es caprichosa, y a pesar de que las fechas en algún caso puedan ser extrañamente coincidentes nunca he creído que se repita de forma cíclica. La memoria que primero almacena las narraciones de los supervivientes y después graba para siempre la conciencia común impide que vuelva a repetirse. ¿No?