A mis soledades voy, de mis soledades vengo. Es el inicio de unos versos de Lope de Vega, aunque quizá sean más conocidos por la letra de una canción de Mocedades en los años 80 del siglo pasado. Viene esto a propósito de la noticia de que el gobierno británico acaba de inaugurar un nuevo ministerio: el de la Soledad; y ha nombrado a una mujer al frente. Hay casi 9 millones de personas en Gran Bretaña que viven solas. Son los signos de nuestro tiempo. Hace varios años, aquí, en València, recuerdo la cifra muy bien, una cuarta parte de las viviendas de la ciudad estaban habitadas por una sola persona. Vivir solo es muy duro. No tener a nadie que te espere, nadie que se preocupe de ti, nadie a quien echar de menos, nadie a quien contar tus cuitas y que escuche. Borges lo dice de manera desgarrada: estoy solo y no hay nadie en el espejo.

Mejor solo que mal acompañado, dirá alguno; pero no es esa la cuestión. Lope de Vega añade que con venir de mí mismo, no puedo venir de más lejos. Es soledad glacial. Soledad de ser y estar solo. Soledad, afirma Hannah Arendt, es ausencia de identidad, que sólo brota en la relación con los otros, con los demás. Soledad extraña y extrañada que tanto cuesta soportar. Los poetas que experimentan la soledad en su sensibilidad, nos dicen, como Bécquer, que la soledad es muy hermosa€ cuando se tiene a alguien a quién decírselo. El poeta es aquel que necesita explayarse, comunicar, gritar a su alrededor.

Quizá, la mejor definición que he leído sobre la soledad se la debo a Joseph Ratzinger, quien, en su Introducción al cristianismo, hace un sugestivo análisis de la soledad. Se remonta a Aristóteles: el hombre es un animal social, zoon politikón, que necesita el contacto con los otros. Su rechazo de los demás es cerrazón en el propio yo: no querer depender, necesitar, recibir, tomar nada, porque ingenuamente el solipsista se autocontiene, es autónomo, independiente, quiere basarse y bastarse en y a sí mismo. Si esta actitud se realiza en su última radicalidad, el ser humano es intocable, solitario. El infierno consiste en querer-ser-únicamente-yo-mismo.

Pero también hay quien se ha visto, por las circunstancias familiares y sociales, abocado a la soledad: no la ha escogido, sino que le ha sobrevenido. Por el contrario, sigue afirmando Ratzinger, el cielo es la recepción del don, de lo inmerecido, de lo gratuito. Por eso los que se quieren no desean lo del otro, sino al otro: la amistad es don de uno mismo. Es trascenderse. Entonces, la soledad solo se vence con la fe del que no se sabe nunca solo. El amor paternal de Dios -ha escrito Kierkegaard- es lo único estable en la vida, el verdadero punto de Arquímedes.