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Un 8 de marzo distinto

La igualdad, la equiparación de derechos, entre mujeres y hombres todavía está lejos de ser una realidad en nuestro país, y mucho más lejos en otros lugares del planeta, por desgracia. Pero, al menos en nuestros lares, la justa causa ha avanzado sensiblemente en un terreno fundamental: la hegemonía del relato. Y el relato es condición necesaria, aunque no suficiente, para modificar la realidad.

No olvido, al contrario, todas las discriminaciones que en ningún caso se deben tolerar, desde la reiteración de la violencia machista hasta el extenso repertorio de prejuicios ancestrales sobre los roles de género, pasando por la brecha salarial, el techo de cristal y la persistencia de los esquemas patriarcales en organizaciones de tanta influencia como las principales confesiones religiosas.

¿Qué es, pues, lo que da esperanza? Dos datos. Uno de ellos es que en este momento y este país el discurso dominante ha asumido los grandes objetivos del feminismo (con los matices que se quieran), por lo que ahora se miran con extrañeza y disgusto aquellos personajes que niegan o justifican la discriminación, mientras que hace cuatro días pasaba exactamente lo contrario, y a quien se miraba con disgusto era a las mujeres que denunciaban la desigualdad. El término «feminista» ha pasado, en unas décadas, de ser una especie de insulto a describir una categoría respetable, y quienes le siguen atribuyendo connotaciones negativas son vistos como una especie de dinosaurios que no se dan cuenta del siglo en el que viven.

El otro dato que da esperanza es que el relato ha penetrado específicamente en la mayoría de la población femenina. Para cambiar la suerte de un colectivo es indispensable que el propio colectivo sea consciente de la necesidad de hacerlo y esté dispuesto a luchar por conseguirlo. La huelga de este 8 de marzo y su amplio seguimiento es un ejemplo bastante claro. Una jornada de huelga no opera milagros pero facilita la autoconciencia de grupo comprometido en un objetivo, y lanza un aviso elocuente a quienes toman las decisiones.

Recuerdo un debate de hace cuarenta años entre una feminista y una marxista. La segunda decía que la lucha contra el machismo y el capitalismo eran la misma lucha. La primera desconfiaba de ello. Cuarenta años más tarde, la lucha feminista avanza sin esperar la llegada de la sociedad sin clases, y hace bien. Como dice La Internacional, no hay que esperar a ningún «supremo salvador» sin fecha de concreción.

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