Siempre manifesté entre mi literaria pandilla madrileña de los años 70 que no había conocido a nadie más inteligente que a Jaime Gil de Biedma, pero me aparecía luego el recuerdo de otros tan lúcidos como Jaime. Fue por ejemplo el caso del valenciano Jacobo Muñoz, que podía competir muy bien con Gil de Biedma en su dominio de la ironía. Se conocían además muy bien. Pero es verdad que aunque la ironía del uno y del otro pudieran dar lugar a una contemplación inteligente de la realidad la de Jacobo es posible que fuera más compasiva que la de Jaime y acaso más ligera a veces por lo mismo. Así que, cuando llegaba de Barcelona a Madrid y pasaba por las noches del pub Oliver, donde sus amigos disfrutábamos de él y con él -Brines, Bousoño o Claudio Rodríguez, entre otros, pero sobre todo Brines, como un hermano- uno podía asistir a la expresión de su pensamiento, con coraje y con elegancia, desde la risa a la indignación y desde la indignación a la risa. Él desde luego, pasaba por todo: por el marxismo, por el pragmatismo o por la hermenéutica filosófica o la teoría crítica, que por una u otra razón fueron elementos fundamentales de su existencia. Pero lo que no le faltó nunca a Jacobo fue trabajo en el campo de la filosofía ni dejó de recuperar luego la devoción marxista que quizá abandonara en el tránsito de la dictadura a la democracia, aunque quién sabe si para recuperarla luego. Lo cierto es que en 2015 publicó un libro, El ocaso de la mirada burguesa, muy recomendable para los tiempos que vivimos. Tanto por las oscuridades presentes de esa mirada como por el deterioro profundo de la mirada misma. Un nuevo sentido común es lo que pedía este pensador nuestro, pero sabiendo del modo que tenía de reírse de los pensadores ridículos no creo que se despojara de la risa para tomar en serio la situación de trivialidad en la que nos encontramos, con un vacío intelectual profundo en la escena pública.

Ahora bien: de lo que no se olvidó nunca fue de la poesía. No en vano dio lugar a que naciera en Valencia una revista formidable, La Caña Gris, y se apuntaron a ella lo mismo José Angel Valente que Vicente Aleixandre, María Zambrano o Jaime Gil de Biedma, sin que faltaran otros valencianos notables como, por ejemplo, Francisco Brines. Y de justicia es recordar a Alfonso López Gradolí, que andaba perdido por Madrid, o a Alfonso Pérez Sánchez, que terminara dirigiendo el Museo del Prado. Lo cierto es que Luis Cernuda, por ejemplo, estuvo encantado con el homenaje que le hicieron en La Caña Gris. Y lo expresó con claridad: «No es sólo cuestión de vanidad personal, de la que tengo, como no, mi dosis; sino verme al fin comprendido enteramente. Aparte de los 60 años cumplidos, que el número me recuerda, veo que tuve la suerte de trabajar en soledad total y por eso en libertad total, sin tener que considerar nada ni a nadie. El resultado de este trabajo me lo presenta el número y me lo devuelve hermoseado».

Suerte tuvo Jacobo con la satisfacción de Cernuda, que era tan puntilloso y quejica, con notable mala uva, y suerte tuvieron los valencianos de La Caña Gris con aquella revista excepcional. Jacobo Muñoz, que era un prodigio de inteligencia y de un enorme talento con humor, recordaba a Cernuda y a La Caña Gris como una de sus más grandes satisfacciones. Pero en todo caso, la ironía de este filósofo valenciano que se nos ha muerto ahora, y que si no fue más poeta es porque no quiso, estaba cargada de generosidad con el imbécil y de comprensión con el discrepante. Tal vez porque para entenderse a sí mismo y entender a los demás Jacobo Muñoz trataba de divertirse con la vida e imponerle su escepticismo al tiempo que su alegría. Eso suponía estar cargado de aquella ironía que lo hacía tan brillante y que lo llevaba lo mismo a la interpretación filosófica de la realidad que a una radicalidad política en la que a veces no sabía uno si acababa de creer o no. O en la que creía a ratos. Lo cierto es que la filosofía y la política se enmaridaban en él como parte de su vida y, por supuesto, de su pensamiento. Por más que una cultura de mercado o una mercadería de la cultura a la que fuera ajeno llevara a Jacobo Muñoz, un pensador de este momento tan raro del pensamiento, ausente o en peligro de retirada, a invitarnos a reflexionar sobre un tiempo sin respuestas en el que el pensamiento se agota.

Pero hablando de esto, uno de los amigos más queridos y admirados de Jacobo Muñoz fue Francisco Brines, tan gran poeta valenciano, quien siempre asistía con devoción y divertimento a las ocurrencias del Jacobo marxista, presto a la discusión elegante, sin abandonar la crítica y el pensamiento político. Y Emilio Lledó, que lo tuvo cerca en la Universidad de Barcelona y que ejerció de maestro suyo, me lo recordaba cuando nos encontramos, hace poco menos de un mes, entre la admiración y la risa. La risa inteligente que Jacobo Muñoz manejaba con tanta habilidad y con la que conseguía ver el mundo sin que le hiciera demasiado daño. Se reía de la idiotez imperante, pero le quitaba importancia. Acaso porque pensaba que todavía se puede ir a peor.

Yo estoy seguro de que en Valencia habrá un gestor municipal que ya esté considerando darle el nombre de Jacobo Muñoz a una calle, pero si así no fuera que por el gran filósofo valenciano no lo lamenten.