Aunque en el fin de semana nos abrumó la infame muerte del pequeño Gabriel Cruz, esta columna tenía que ser la crónica del jueves 8 de marzo, día que para siempre quedará en nuestra retina, nuestra memoria y nuestro corazón. Es la crónica de un día anunciado. Por doquier se apreciaban las ganas contenidas, la expectación, el creciente caudal de complicidades, la serena confianza. Sólo faltaba saber cuántas iban a ser ellas, y cuántos íbamos a ser los testigos. Pues no debemos engañarnos. Nosotros las hemos seguido. Y ahora debemos grabar lo que hemos visto en nuestros cerebros o donde sea que broten las pulsiones. Pues sin trabajar esas pulsiones desde este nuevo principio de realidad, no responderemos al mundo que viene.

A ellas les faltaba verse, oírse, como en esos emocionantes coros de Bilbao que han dado la vuelta al mundo. A nosotros nos hacía falta verlas y acompañarlas, unidas en un combate que ya no puede ser sino el común. Y toda la ciudadanía necesitaba obtener esa suprema confianza que se deriva de la certeza de que estamos defendiendo una causa justa y compartida. En esta revolución que se avecina ellas lo han hecho hasta ahora todo. Para el futuro queda que nuestras dos miradas puedan conjuntarse en el tajo, en la casa, en la escuela, en la universidad, en el parlamento. Desde el viernes 9 nos sentimos interpelados a un cambio de mentalidad que no tiene marcha atrás, que ha de tener efectos hasta en los mínimos detalles de la convivencia.

Si el día 8 se volvió a mostrar que este es un pueblo sano, entonces las mujeres son la mejor parte de ese pueblo. Alguien ha dicho que este 8M es tan importante como el 15M. Es una continuación de aquél. Lo que se vio en nuestras calles el pasado jueves fue un consenso básico, una nueva estructura social. Niñas de pocos años en sus carros, otras cogidas de sus madres, adolescentes decididas y expresivas, grupos de amigas y amigos, jóvenes parejas, madres y abuelas; era un pueblo entero de mujeres y todas llevaban en los ojos la alegría de una promesa: el futuro ya no será igual. A lo lejos, sin que nadie reparara en ellas, las que anunciaron una huelga a la japonesa. Allí siguen, sin enterarse de que un pueblo maduro hace sus experiencias, toma sus conclusiones, genera sus expectativas. Ellas y sus patronos políticos ya no están ante la vista de la ciudadanía.

El feminismo ya no es una ideología. Es un carácter. Como tal, permite todas las intensidades, variaciones y formatos, expresiones y estilos. Pero no permite ser ignorado. Ni por hombres ni por mujeres. Nos trae una tarea ética sin parangón en el mundo desde que la modernidad comenzara a emancipar a los seres humanos. Pues nos pone delante de la cara el reto pendiente: el reconocimiento de la singularización de lo humano en cada mujer. La mentalidad machista se asienta todavía en un iluso reconocimiento genérico y abstracto de la mujer, que hace de ella el objeto general de una pulsión. De ahí su carácter fantasmal, irreal, y por eso no requiere establecer los trámites del reconocimiento del singular. Ese fragmento mayor o menor de machista que los varones llevamos dentro solo se sueña a sí mismo. Pero ahora el feminismo organiza el carácter de la mujer, y esto significa que exige a cualquiera que se reconozca cada mujer como ella misma, en su valor singular. De nada está más necesitado el varón español que de verse (no de soñarse) y generar una óptica pasiva sobre su estilo psíquico. Las mujeres del 8 de marzo son el nuevo espejo en el que acabaremos viéndonos.

Este es el horizonte y quien no lo atienda estará fuera de las tareas éticas y políticas del futuro. Esta es la batalla que el pueblo español (¡que existe, vaya si existe!) ha puesto en primer plano de la agenda política. La batalla que se puede ganar. Y por eso lo mejor de España se echó a la calle, porque la ciudadanía está cansada de ser llevada a batallas que no se pueden ganar. La forma de las batallas que se ganan es la que une, no la que separa. La potencia democrática se hace entonces imparable. Y si se gana esta batalla y nos libramos de la grosera prepotencia machista, de esa escuela de superación saldrá un nuevo pueblo. Por eso no sólo estamos ante una revolución ética, sino también política.

Realmente, esta lucha por el derecho de cada mujer a ser ella misma no sabemos qué batallas adicionales implicará. Por supuesto, cambiarán las formas sociales y las de liderazgo, y con ellas las de la representación política. Y no nos engañemos, la brutalidad machista es intrínseca a la corrupción política. Demasiado bien lo sabemos. Ahora, toda esa gente de la calle ha de tornarse operativa políticamente. Eso no significa que en masa se ponga a disposición de un partido. No. Significa que, a pesar de las diferencias políticas que alberguen en su seno, se haga viable la centralidad de este objetivo en la agenda de progreso de este país, obstaculizada de forma premeditada por la actual dirigencia política.

Pero el 8 de marzo fue también una señal inequívoca de otras cosas. En primer lugar, de que el pueblo español no es ese pozo de arcaísmo con el que se ha querido justificar la decisión de no contar con él para avanzar en el camino histórico del futuro. Lo que ha dejado claro el 8 de marzo es que este pueblo sale a calle con decisión cuando sabe que defiende una causa justa, y debemos preguntarnos qué confusiones albergan otras causas que han hecho imposible este respaldo y esta unidad. En realidad, tenemos experiencias de que en sus grandes líneas este país genera la agenda de sus propios consensos, de sus propios objetivos: fue la democracia y la autonomía en 1978, las manos blancas de la lucha contra ETA en los 90, el «Nunca mais» del Prestige, el «No a la guerra» de Irak y el «No nos representan» del 15M. Demasiadas expresiones de voluntad popular como para seguir pensando que somos un pueblo políticamente pasivo o atrasado.

Hay todavía otro aspecto del 8 de marzo que merece una consideración no menor. Se trata de la rotunda superioridad de la presencia pública en la calle sobre la difusa, rumorosa, misérrima expresividad de las redes sociales. Con los millones de españoles en la calle, con sus cuerpos confiados, sin miedo a rozarse, se evaporó ese submundo de siniestra expresividad. Lo que se ha visto con alivio, lo que ha titulado como Spanish Revolution, es la decisión de un país que no quiere refugiarse en la vida privada, en las formas de comunicación tramposas del anonimato, en la existencia prepolítica de la agresividad y del resentimiento. Una manifestación como la que tuvo lugar el 8 de marzo destruye esa voluntad de expresarse para herir, ese aparecer para insultar.

La gente que se aproximaba poco a poco a los puntos de encuentro había purgado esas tristes pasiones. Iba camino de verse con ciudadanas de las que no tiene nada que temer. Por supuesto, todas ellas podían tener ideas diversas, pero en la convergencia de una causa justa se ganaban el respeto recíproco. Cuando ese es el punto de partida, se ha de tener una razón fuerte para quebrar el sentimiento de ver en cada ciudadana un rostro candidato a la amistad cívica. En las redes informales, sin embargo, el desencuentro va por delante y el desgarro se hace infinito. Sólo un esfuerzo de paciencia inhumano puede lograr que brote en ellas el reconocimiento de un singular con rostro propio. Con los miles de españolas y españoles del 8 de marzo, ese humo de las redes se evaporó ante el sencillo gesto de defender lo justo en común.