"A las abuelas, a las que luchan por la igualdad de derechos, a las soñadoras, a los hombres que lo entienden, a las jóvenes que continúan con la lucha, a las mayores que abrieron el camino, a las conversaciones sin fin y al mundo" (Rebecca Solnit)

Con el 8 de marzo emerge con fuerza el debate sobre el nivel hasta el cual las condiciones de vida actuales de mujeres y hombres son realmente similares.

A lo largo de la historia, se han detectado diferencias en cuanto a horarios, condiciones de trabajo y salarios, entre otros aspectos. Los sistemas legales han ofrecido las primeras soluciones. Incluso se han logrado avances que hace unas pocas décadas eran difícilmente imaginables en países con democracias tan jóvenes como la española. De hecho, podemos sentirnos orgullosos de que nuestro país aparezca en el puesto 15 (edición de febrero de 2018) entre los países de la OCDE en el ranking que sobre la igualdad de género publica anualmente "The Economist".

Como ejemplo paradigmático, puede destacarse que en España la educación superior de las mujeres está 5,4 puntos por encima de la de los hombres. Ello ha demostrado que, con sus deficiencias, los sistemas educativos públicos de los países más desarrollados han convertido también a las mujeres en personas de primera clase.

Sin embargo, la igualdad es un concepto tan multidimensional, que, alternativamente, tales avances no han sido acompañados de una mejora respecto a otros componentes de la igualdad laboral.

De este modo, junto a las reivindicaciones habituales, han emergido otras relativas a aspectos menos visibles, más sutiles, pero, quizá por ello, más capaces de preservar la desigualdad entre hombres y mujeres. Uno de estos 'vicios' de las sociedades actuales es el denominado 'techo de cristal', un concepto acuñado en 1986 por el Wall Street Journal. La idea, procedente de la academia, consiste en preguntarse si podrían las mujeres alcanzar algún día las más altas posiciones en las mayores corporaciones americanas, considerando, por otra parte, que la mera existencia de dicho 'techo de cristal' conlleva un despilfarro tal de capital humano que resulta realmente difícil de explicar a las sociedades que sostienen los servicios educativos.

Dicho techo de cristal es tan evidente que, a pesar de existir un predominio femenino en cuanto a formación universitaria, en España solo un 31,2% de los puestos directivos actuales son ocupados por mujeres. Es más, solo un 22% de los puestos en los consejos de administración han sido asignados a féminas. Adicionalmente, este déficit ha afectado por igual a organizaciones públicas y privadas. De hecho, los altos cargos en las administraciones públicas españolas también están copados por hombres, al igual que los cuadros de los mandos de las grandes empresas privadas. El Portal de la Transparencia muestra la existencia de 265 hombres y 80 mujeres en los puestos de mayor responsabilidad en los Ministerios, esto es, solo un 23% de los altos cargos se encuentran en manos de mujeres.

¿Qué nos ha sucedido, entonces, para no haber sido capaces como sociedad de rentabilizar esa ingente inversión que hemos realizado en las últimas décadas en instrucción pública, para no haber aprovechado ese potencial que descansa en esa mayoría de mujeres con alto nivel de cualificación?

Una de las hipótesis que explican este fenómeno se basa en la escasez de modelos femeninos, pues las culturas organizativas rechazan las formas de liderazgo más específicas de las escasas mujeres que han alcanzado las más altas cotas de poder. Como existen escasos referentes de dirección en femenino, se acepta, sin haber analizado en profundidad su eficacia, que los modelos de dirección más habituales son los más capaces de conducir al éxito, rechazando, en consecuencia, otros más innovadores, a la vez que olvidando que hasta hace relativamente muy poco tiempo tales responsabilidades estaban completamente vetadas para las mujeres y que los expertos nos han demostrado que estos nuevos modelos son más eficaces en múltiples situaciones.

Además, si aceptamos con valentía que la educación no es solo fruto de la instrucción de nuestros maestros y profesores, sino de nuestros entornos sociales, entendidos estos en un sentido amplio, debemos concluir que las mujeres no hemos sido orientadas para dirigir, lo cual ha impedido el aprovechamiento integral de nuestras cualificaciones. Esto es algo que caracteriza a todas las culturas, a todos los países. Rebeca Solnit, en su libro "Los hombres me explican cosas", lo describe con brillantez: "La mayor parte de las mujeres luchan en dos frentes en las guerras: uno que depende de cuál sea el motivo en discusión y otro por el simple derecho a hablar, a tener ideas, a que se reconozca que están en posesión de hechos y verdades, a tener valor, a ser un ser humano".

Por último, pero no por ello menos importante, voy a referirme a una tercera razón: en ocasiones, quienes toman las decisiones privilegian sus propios intereses personales frente a los de las organizaciones (públicas y privadas) que dirigen, esto es, anteponen sus propios deseos e intereses a sus deberes. La administración de empresas le ha otorgado tanta importancia a este hecho que ha desarrollado una teoría, a la que ha apodado teoría de la agencia, para afrontar los problemas derivados de dicha situación. Esta teoría también permite explicar el 'techo de cristal'. Si quien toma la decisión de elegir entre diversos candidatos para un puesto directivo obvia al más adecuado, optando por su candidato preferido desde una perspectiva personal, no solo está creando 'techo de cristal', no solo está dificultando el acceso de las mujeres a los puestos de más alto nivel sin considerar su capacitación y compromiso, no solo está tratando a los miembros de un colectivo como candidatos de segunda, no solo está provocando desmotivación laboral, sino que, adicionalmente, está contribuyendo a deteriorar los resultados de su organización, que, debido a las elecciones de un directivo que actúa con oportunismo, ha prescindido del personal de mayor talento. La normativa ha evitado bastantes casos de abusos de este tipo, al menos en las organizaciones públicas, aunque es evidente que su éxito ha sido limitado, por lo que aún queda mucho camino por recorrer.

Esto es, no habrá jamás regulación capaz de evitar todas las situaciones discriminatorias. No podemos, por lo tanto, obviar nuestra propia responsabilidad. Somos todos y cada uno de los interesados individualmente (en definitiva, la sociedad entera) quienes debemos asumirla. Sin ella, todo será inútil y todos perderemos. No debemos olvidar que, como defendiera Augusto Roa Bastos en Madama Sui, "la mujer está avanzando para ocupar el tejido que le corresponde. La mayor parte de los desequilibrios humanos radican en las diferencias hombre-mujer y serán resueltos cuando la mujer tenga una mayor participación".