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'Toga candida'

El pasado lunes iba a tener lugar el pleno de investidura a la presidencia de la Generalitat a favor de Jordi Sànchez, cuya candidatura ha sido propuesta por Roger Torrent a instancia de Carles Puigdemont. Seguramente, el antiguo dirigente de la Asamblea Nacional Catalana podría obtener el respaldo necesario para su proclamación merced al acuerdo alcanzado recientemente entre Esquerra y Junts per Catalunya. La propuesta, para ganar el favor de la CUP, prevé el inicio de un proceso constituyente que culmine con la promulgación de la Constitución de la República catalana. En el documento firmado se establece, asimismo, la realización de consultas populares, amén de instar a la participación ciudadana en todo el proceso. Un déjà vu.

Han transcurrido más de dos meses desde las elecciones y el pacto para hallar una candidatura idónea de legislatura parece inalcanzable. De nada han servido las numerosas recomendaciones para que los responsables se atengan a la legalidad, con una propuesta penalmente irreprochable.

Lejano queda aquel tiempo de la toga candida, cuyo color distinguía al aspirante durante la campaña electoral. En Roma, el blanco de esta indumentaria talar revelaba la condición de candidato. La blancura de su túnica, de la que precisamente tomaron su nombre, era, además, señal de honestidad, de cumplimiento de los requisitos legales, en definitiva, de aptitud para ocupar un cargo público. De buena mañana, el candidato, así revestido, acompañado por amigos y clientes que habían acudido a su domicilio para saludarle, iniciaba el cortejo hacia el foro para obtener el beneplácito de los electores, una vez convencidos de la bondad de su postulación.

Dos milenios después, la situación ha cambiado ostensiblemente con relación a las togas. En la actualidad, están reservadas a abogados, jueces, fiscales y académicos para ser lucidas en el ejercicio profesional o en ceremonias solemnes, adornadas con llamativas puñetas. La toga, identificadora desde antiguo del poder político de magistrados y senadores, actualmente se circunscribe, casi en exclusiva, -excepto en el protocolo universitario-, a la práctica forense, como muestra quizá de una inadecuada concomitancia entre ambas, al menos en los símbolos externos.

Los políticos no usan toga, pero siguen presentando sus candidaturas; es el caso de la sugestiva propuesta para presidir el gobierno catalán a favor de alguien encarcelado desde el mes de octubre. Podemos imaginar a Sànchez ataviado de blanco inmaculado, como antaño, camino del Parque de la Ciudadela, rodeado por una multitud vociferante, tan de su agrado. Aunque el punto de partida no sería su casa, sino la prisión; la comitiva no estaría formada por salutatores, sino por las fuerzas del orden público y el punto de llegada no sería el foro romano sino el Tribunal Supremo.

En realidad, estamos ante una comedia togada. El protagonista, radicado en Waterloo, sede de las futuras "instituciones en el exilio", es el presidente in pectore de un pretendido Consejo de la República. Por el momento, el palacete residencial ha sido testigo de un acontecimiento relevante: su abdicación y la designación de un sucesor en la persona de Jordi Sànchez. Solo una representación puede hacer creíble el desafuero. ¡Cuánta alma cándida!

Pero, cándida o arteramente propuesto, y aunque el hábito no hace al monje, el candidato Sànchez se querría togar para acudir al pleno de investidura. Llarena, sin embargo, ha dicho que no. Y Torrent ha suspendido la sesión sine die.

A estas alturas, cabe preguntarse, en palabras de Quinto Tulio Cicerón: "¿Hay acaso un ciudadano tan malvado que quiera desenvainar, en un único sufragio, dos puñales contra el Estado?"

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