Durante estas últimas semanas, Patricia Ramírez, la madre del niño asesinado en Níjar, ha personificado la humanidad, una noción genuinamente romana que expresa la dignidad y sublimidad propias de la persona y la sitúan por encima de las demás criaturas. De manera inesperada, la «humanitas» de una madre doliente frente a la crueldad inhumana ha dado una emocionante lección de bondad. Privilegiada, como una patricia romana de la que toma su nombre, ha sido capaz de anteponer la benevolencia al odio, con el ruego lastimoso de desterrar la rabia por el crimen atroz para relegar al olvido a la bruja malévola; el cuento devenido en pesadilla.

La conmoción social provocada por el asesinato del pequeño Gabriel se ha visto incrementada por el contraste entre dos mujeres que encarnan, respectivamente, el bien y el mal, la razón y la sinrazón, la verdad y el disimulo cruel, tan lacerante como el crimen mismo; ambas, protagonista y antagonista de una tragedia televisada.

En algunos medios escrutadores de miserias y en las redes, tantas veces cobijo de infundios anónimos, la turba ha aprovechado para verter odio y sed de venganza contra la asesina confesa nada más conocer los siniestros detalles del suceso -«habemus confitentem reum»-. El patíbulo mediático estaba dispuesto. Algunos pseudoperiodistas no cejarán de entrometerse sin recato en las deshechas vidas de las víctimas, doblemente atormentadas por la brutal angustia del asesinato y por la exhibición impúdica del duelo, la retransmisión en directo de su dolor.

A veces, resuenan los ecos lejanos de la primitiva venganza, de la ley del Talión, del ojo por ojo y diente por diente. Son una excepción. La actividad represora basada en infligir el mismo daño que se ha sufrido para la obtención de una reparación, hace tiempo que fue desterrada. La ciudadanía confía su protección y la defensa de sus derechos a los poderes públicos. No se reclaman represalias, sino justicia.

En la antigüedad, se estableció una garantía consistente en la apelación al juicio del pueblo contra el poder coactivo del magistrado. Era la «provocatio ad populum», un derecho que asistía al condenado a la pena capital o al pago de multas cuantiosas. La evolución de esta figura culminó en la instauración de los tribunales populares, precedentes, tal vez, de los modernos jurados como el que habrá de juzgar a la acusada.

En los países democráticos no hay arbitrariedad punitiva, los derechos del reo están garantizados, pero se ha instalado en la sociedad la sensación de la sobreprotección del delincuente en detrimento de los derechos de las víctimas, tantas veces desatendidas.

Precisamente esta semana, hemos asistido al debate sobre la derogación o no de la prisión permanente revisable que ha sacudido muchas conciencias y situado a los políticos ante sus propias contradicciones. «La justicia emana del pueblo», dice la Constitución.

Para Cicerón, el desenvolvimiento de la civilización dependía del efectivo desarrollo de la «humanitas». Debemos, por tanto, examinar nuestro progreso a la luz de este concepto. Históricamente, su influjo en el derecho ha sido profundo hasta convertirlo en garante de la dignidad del ser humano. Sin embargo, podría parecer una contribución todavía hoy no concluida. ¿Cómo se puede reparar un daño irreparable? ¿Cómo superar el sentimiento de desamparo ante crímenes nefandos? ¿Qué otra cosa es el derecho sino dar a cada cual lo que le corresponde?

A pesar de los pesares, el derecho tiene que ser, como afirmaba el jurista Celso, «el arte de lo bueno y de lo justo».

Salve, Patricia.