Escuché casi en su totalidad el debate del pasado miércoles sobre las pensiones. (El "casi" es porque algunos portavoces desbordan mi capacidad de aguante; se resienten mi estómago y mis neuronas y ya no está uno para estos trotes; la salud es lo primero). Y acabé decepcionado, muy decepcionado. Se preveían broncas, varios "y tú más", intervenciones demagógicas y populistas, cinismo del caro, enfrentamientos con demasiado tufillo electoral, argumentos retorcidos, propuestas de imposible cumplimiento?La realidad superó todo lo imaginable. Horas y horas de discusión para acabar igual que al comienzo. Parieron los montes y fue un ratón.

En una cosa sí hubo unanimidad o algo parecido: la situación es grave y puede complicarse mucho si no se ponen soluciones. Pero ¿cuáles? Ahí los caminos divergen y se separan cada vez más. Rajoy lo fía todo a la mejora económica, que, según las cifras oficiales, ya se está produciendo. El presidente del Ejecutivo insistió, además, en que las previsiones son todavía más optimistas. Y la ecuación es fácil, de primer grado: si hay bonanza económica, habrá más empleo; si hay más empleo, crecerán las aportaciones a la Seguridad Social; y si crecen las aportaciones a la Seguridad Social, habrá más dinero para las pensiones y no solo se garantizará su cobro puntual, sino que podrán aumentar. Sobre el papel, perfecto.

En cambio, los grupos de la oposición, con sus toqus partidistas, no ven tan clara esta versión actualizada, y a la española (perdón a ERC, ex CiU, PNV y demás), del cuento de la lechera. Y resumieron, también con matices, su postura en aquellos viejos versos teatrales: "Cuan largo me lo fiais". Y sí, Rajoy remitió las soluciones al futuro, incluso al vincular su anuncio de "mejora adicional de las pensiones mínimas y de viudedad" a la complicada aprobación de los presupuestos del 2018. Si no hay presupuestos, no habrá ni mejora y ni eso tan vaporoso de concentrar las ayudas fiscales en el IRPF, en las familias y en las pensiones". Dio la impresión de que don Mariano buscaba ganar tiempo y frenar, en la medida de lo posible, el cabreo existente en la sociedad y, especialmente, el rosario de movilizaciones y protestas que, de momento, tuvieron ayer uno de sus puntos álgidos. Creo que no lo consiguió.

Tampoco la oposición, y aquí sí que se puede englobar a todo el arco parlamentario, estuvo a la altura que requería el problema. Mucho brindis al sol, mucha loa a los jubilados, mucho análisis crítico de la situación actual, pero pocas, o ninguna, aportación sobre soluciones venideras. Nadie quiere molestar a 8,7 millones de pensionistas, votos incluidos, con iniciativas que supongan más merma o más complicaciones. No está el horno para bollos. Precisamente por eso, vimos a unos grupos políticos que insistieron en poner sobre la mesa datos dramáticos, pero muy conocidos: el déficit anual entre ingresos y gastos supera los 15.000 millones; ya apenas queda nada en la hucha de aquellos 66.000 millones que dejó el malvado Zapatero; ya la pensión media, escasa, supera al salario medio con todo lo que significa en cuanto aportación a la caja de la que salen las pensiones; el envejecimiento y la mayor longevidad disparan los gastos; la proporción entre ocupados y jubilados crece y crece a favor de los segundos?

El panorama es oscuro y se presenta aún más negro. Por tanto, no es fácil entender que nuestros padres de la Patria sean incapaces de ponerse de acuerdo o, al menos, de sentarse tranquilamente en la mesa del Pacto de Toledo y abordar el problema con serenidad, imaginación, ausencia de intereses partidistas y primacía del bien común sobre cualquier otra cuestión. Este es uno de los aspectos en los que tienen que incidir las peticiones de jubilados y pensionistas. Fuera de resoluciones unánimes dentro del Pacto de Toledo no hay salida ni posibilidad de arreglo. Y ahí, en ese hipotético consenso global, no caben demagogias, como las que oímos a muchos el miércoles en el Congreso, ni triunfalismos, como el que desgranó Rajoy y como el que contiene la famosa carta de la ministra Fátima Báñez para, tras colgarse medallas, acabar anunciando una subida del 0,25% que, en demasiados casos, equivale a un par de euros. Esa historiada, absurda y torpe misiva de la ministra no ha hecho más que encrespar los ánimos. Además de perder poder adquisitivo, se ríen de ti y esperan que los aplaudas. Y, claro, sales a la calle a cantarle las cuarenta al lucero del alba.

No es por amargarles el día, pero en seis o siete meses entrará en vigor un supuesto factor de sostenibilidad que supondrá más recortes. Si sucede lo que anuncian los expertos, las pancartas de las próximas manifestaciones llevarán este texto: "Virgencita, virgencita, que me quede como estoy".