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Els fusters, un monopolio gremial

Tendrán que convenir los antropólogos dedicados al estudio de este curioso pueblo que el clima está entre los elementos determinantes del ruidoso acontecimiento de la fiesta fallera. Para nada gusta a los valencianos las inclemencias del tiempo. Y en no habiendo fenecido el invierno, lo espantan y ahuyentan con profusión de fuego y ruido tan omnipresentes en el «adn» popular.

No nos duele nada lanzar lo que sea al fuego, convertir el esfuerzo y el preciado valor de todo un año a la piara de las llamas, urgiendo a las horas de la noche la llegada súbita del amanecer, cuando habrá llegado el tiempo por excelencia, la primavera. En este punto somos rigurosamente exactos y hacemos coincidir el ritual con la astronomía, por ello trasladamos años ha la quema de las Fallas del 18 de marzo por la noche, lo ortodoxo, -de la vespra, la festa- a la noche del 19, vencido el día del popular santo, «sent chusep», quien tantas onomásticas históricamente ha repartido siempre.

Los días de Fallas, cada año mayores en cantidad, la gente vive en estado de ebullición permanente, los que producen el ruido y los que lo aguantan. No se entra en casa, se vive día y noche en la calle. La marabunta arrastra y al mediodía se manifiesta en pie de guerra vibrante y masiva en torno a la venerada diosa «mascletà», lo único que concita en esta tierra unanimidades y aplausos, lo único que une y provoca felicitaciones y emociones. Los políticos lo saben y por eso echan a la calle mucho circo.

De esta guisa andamos montón de tiempo, al menos desde 1741, que es de cuando data la primera noticia escrita de la Falla que la muchachada levantaba a las puertas de la Casa dels Gremi dels Fusters y desde donde se extendió la moda de transformar las múltiples hogueras del cambio de estación en muchas de las esquinas y plazas de la ciudad de Valencia, en monumentos falleros. Sería poco generoso decir que de ahí arrancan las Fallas «sensu strictu», pues sus orígenes se remontan a los fuegos paganos a dioses, diosas y madre naturaleza, algo que encontramos en todas las culturas del mundo. Aquí llevamos desde la prehistoria haciendo fogatas festivas, saltándolas, avivándolas y viviéndolas en sociedad, vecindad o familia.

Es en el XIX cuando arreció la moda de las Fallas artísticas y satíricas como las conocemos ahora. Un escritor francés, Alexandre Laborde, de paso turístico a otras otroras regiones españolas, quedó encandilado por la fuerza de nuestra vocación innata por las fiestas. Y en sus apuntes reflejo señales de las Fallas que vió y vivió: «unas representaciones verdaderamente teatrales» que els fusters montaban delante de sus talleres el 18 de marzo, monumentos destinados a morir en las llamas. Otro escritor, José de Vicente, en 1839, diría de las Fallas «son el homenaje que tributan los carpinteros a su patrono».

El erudito historiador Jesús Villalmanzo nos da una pista importante del porqué de los carpinteros y ebanistas en esta guerra fallera. No es que fuera una fiesta propia de ellos, como se desprende de la explicación del Marqués de Cruilles, que muchos hemos seguido a pies juntillas, sino que aparecen en esta historia por ser detentadores del monopolio -»que ninguno que no sea Maestro de dicho Gremio no pueda hacer andamios o tablados para fiestas de toros ni otras funciones», rezan sus ordenanzas- de la instalación de «cadafalcs» para cualquier evento desde el año 1623, razón por la cual cuando las Fallas pasaron de ser simples hogueras de leñas y trastos viejos a monumentos similares a los de ahora nadie que no fuera de la profesión podía montar fallas.

Con la Constitución de la Pepa en 1812, caídas las exclusividades y privilegios gremiales, siguió la costumbre de que fueran ellos los constructores, pues eran los únicos especialistas en hacer catafalcos o cadafals garantizándose el éxito y la seguridad. Bastante de ello sigue ocurriendo en la actualidad, porque las Fallas tienen mucho de carpintería y ha habido Falla -de vareta- que casi exclusivamente su monumento ha sido de carpintería.

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