Una mirada fría, lo más objetiva posible, sobre la realidad política y social que nos rodea, origina un encogimiento del ánimo a poco que no se disponga de un vigoroso espíritu triunfalista como parece disfrutar el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy. A los casi cuarenta años de la existencia de la Constitución de 1978, y a los más de ochenta y un años del golpe de Estado franquista y de la subsiguiente guerra (in)civil de 1936, volvemos a encontrarnos los españoles ante un callejón sin una salida airosa previsible.

Efectivamente, en lo político -y a pesar de disponer de un excelente texto constitucional donde se recogen los derechos fundamentales de los españoles, equiparables a las mejores constituciones del mundo- tras el transcurso de casi cuarenta años de vigencia que nos ha permitido conseguir notables cotas de bienestar y desarrollo general, hemos llegado a una situación de bloqueo que no augura nada bueno. Un ejemplo claro de cuanto afirmo podría ser la sensación de inseguridad por el futuro, que ha impactado en gran parte de los nueve y pico millones de pensionistas que, ya metidos de lleno en el siglo XXI, han apreciado que sus pensiones pueden estar en serio peligro, si no de extinción, sí al menos de congelación. Es más, tal como dicen que van las cosas los voceros del Gobierno, con Rajoy a la cabeza, y machaconamente, los genuinos representantes de los poderes económicos y financieros de élite, es muy probable que sus hijos y nietos no dispongan de pensión alguna o que ésta sea totalmente escasa y precaria después de haber trabajado y luchado ellos tanto. Vuelta atrás que no parecen dispuestos a aceptar mansamente.

Capítulo aparte merece la deriva que ha tomado el sistema territorial de comunidades autónomas previsto en la Constitución, como medio de superar el problema nacionalista-independentista que se padeció en la II República. Esta fórmula, que pareció aceptable para gran parte de la clase política de la transición, así como para la población, en el intento de evitar una repetición del guerracivilismo ancestral que parece que llevamos en nuestro ADN, lleva tiempo haciendo aguas. Pero ha sido a raíz del proceso catalán cuando se ha acentuado hasta el extremo de que la situación tiende a pudrirse. Por un lado, consecuencia lógica del electoralismo aberrante de los dos partidos que se han turnado en el poder durante estos casi cuarenta años (PSOE y PP), dejando a los independentistas actuar a su libre albedrío. Y por otro, exclusivamente judicializando el problema, sin la necesaria y eficaz actuación política simultánea de encauzamiento, como permite nuestra muy democrática Constitución.

Obviamente, el problema no es de falta de reconocimiento de la plurinacionalidad, que no existe sino en la mente de los independentistas y de algunos líderes equivocados. El problema es de eficacia en la redistribución de la tarta que debe ser eminentemente solidaria e igual. Ambos conceptos se han olvidado en el funcionamiento de las autonomías, y así no vamos a ningún lado.