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«Mater dolorosa»

En ocasiones es extremadamente difícil escribir un comentario como el que pretendo hoy para mostrar compasión y al tiempo furia, porque mi compasión no llega ni a la suela del zapato de la de quien es objeto de este artículo. Mi emoción no es comparable a los sentimientos de la madre de Gabriel, al dolor suyo que nada puede restañar, a la misericordia de su corazón, a su perdón y al ruego desesperado de que la muerte de su niño, con ser espantosa, no provoque en la gente sentimientos de revancha y de odio sino el convencimiento alegre de que el Pescaíto vuela en el cielo, libre al fin de la mala bruja.

El rostro trágico de Patricia, su expresión de tristeza infinita, las lágrimas corriéndole por la hermosa cara, las cejas desplomadas sobre las mejillas y el lenguaje amante, bien podrían pertenecer a una mater dolorosa encaramada a un paso de la Semana Santa mecido por el baile de los penitentes.

¡Cuánta tragedia y cuánta humanidad!

Pero, tal vez con la excepción de los miles de almerienses que acudieron a la capilla ardiente y al funeral para mostrar su solidaridad y su simpatía, las reacciones de la gente han sido en demasiadas ocasiones opuestas a las que rogaba Patricia: enfado, violencia, deseo de venganza, condena, exigencia de las peores penas para la asesina. Justo lo contrario de lo que pretendía aquella mujer para que el recuerdo de Gabriel no quedara empañado, manchado de sangre y barro.

Y llegaron los políticos. No he visto en estos días una sola excepción a su mezquindad. Todos pretendieron mojar el pan en la sangre aún caliente del niño. Era preciso aprovechar el crimen para arrimar el ascua a la sardina de cada cual. Para acusarse de populismo, de demagogia, de suciedad política. Todos.

Las frases y las actitudes de estos días han sido horribles y han descalificado a quienes se pretenden líderes nuestros. Olvidaron su responsabilidad para con el pueblo al que representan, su liderazgo moral. Olvidaron que les correspondía restañar el comprensible sentimiento global de indignación por el crimen del pequeño Gabriel. Hasta hubo un portavoz del PP que explicó que ellos tenían que atender al clamor del pueblo furioso, que pedía unánimemente el peor castigo posible para la asesina. No deben atender esa exigencia porque es inmoral: ¿si todo el pueblo español exigiera el restablecimiento de la pena de muerte, deberían el Congreso y el Gobierno atender la petición? No, claro: ha costado siglos erradicar prácticas inhumanas y no será ahora el momento de reimplantarlas.

Lo mismo se aplica a la prisión permanente revisable. No es este el momento de discutir sus méritos y deméritos, su utilidad o su eficacia. Soy tan contrario a ella como lo soy a la conocida como ley mordaza. Pero no se trata de esto. Se trata de que la sesión del Congreso para impedir medidas del PP y de Ciudadanos que habrían hecho imposible la derogación de ley de la prisión perpetua revisable, nunca habría tenido que celebrarse. Avergüenza la utilización de los padres de hijos desaparecidos y asesinados invitados por el PP para asistir (como presión intolerable sobre la oposición) al cruce de insultos desde la tribuna. El aprovechamiento del dolor, seguramente con la mayor frialdad, para afear conductas que nada tienen que ver con lo que se discute, es degradante. Con un poco de dignidad, claro, los partidos de la oposición (tan culpables como los ocupantes de las bancadas contrarias) se habrían negado a debatir: nada les impedía callar y votar en contra.

Ninguno tuvo un atisbo de compasión hacia el niño que volaba por el cielo y hacia su madre, quieta en el camino de donde desapareció. Todos quisieron aprovechar el momento de la oportunidad política. Se cubrieron de vergüenza. No merecen estar ahí ni aparentar que nos representan.

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