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Una luz que se apaga

El 11 de julio de 1995 en el Gran Hotel de París presentaba Hubert de Givenchy la que se ha llamado su «colección testamento». A lo largo de casi cien modelos repasaba sin efectismos sus siluetas características: chaquetones reversibles sobre faldas tubo, fourreaux de satín, faldas corola, blusas adornadas... Al final, Givenchy era ovacionado por un público entre el que destacaban sus colegas más famosos: Yves Saint Laurent, Christian Lacroix, Madame Carven, Óscar de la Renta, Valentino, Jean-Louis Scherrer, Paco Rabanne, Kenzo y, por supuesto, Philippe Venet, el compañero fiel, que es quien días pasados dio la noticia de la muerte del gran Givenchy.

Pero antes de esa despedida oficial, tuve la suerte de asistir al que fue su último desfile «normal», inscrito en el calendario habitual de la Alta Costura francesa. Sin alardes, todos los diseños de Givenchy llevaban un sello insoslayable: la perfección. Los cuellos milimétricamente emplazados, el impecable montaje de las mangas, la caída exacta de los tejidos, la armonía total y maravillosa de cada prenda... Al cierre, la presencia del autor, que subrayaba la dignidad de su oficio con su bata blanca, como la que vestía a diario, según contaba una de sus oficialas, al llegar cada mañana al taller, limpia y recién planchada. Cuando los diseñadores aparecen en público junto a sus maniquíes siempre se les ve pequeños al lado de ellas, tan altas y esbeltas. Hubert de Givenchy, en cambio, con sus casi dos metros de estatura y el heredado porte aristocrático que le era consustancial las superaba a todas. Su figura me impresionó. Comprendí en aquello momentos que la retirada de Givenchy anunciaba una nueva era, en la que marketing, gestualidad y recursos teatrales ganarían terreno a los sueños y aspiraciones idealistas, a una suerte de credo espiritual en la moda. Como escribía Claude Arnaud en Vogue: «Givenchy se obstina en defender la Belleza, el Bien y la Verdad. Esta inmutable trinidad platónica le sirve de escudo contra los botafuegos de la modernidad, de espada contra los asesinos de la elegancia». En palabras de Audrey Hepburn -con quien erigió un conmovedor ejemplo de honda amistad- «los vestidos de Hubert son protecciones contra el mal».

Es imposible resumir en este espacio la trayectoria de un hombre de tantas facetas y tan larga vida como Hubert de Givenchy. Que, entre otras cosas, fue, además de buen coleccionista de arte, uno de los fundadores del prestigioso Comité Colbert y de los Premios César del Cine francés. Y a él debemos los españoles su positiva aportación al Museo Balenciaga y la devoción que profesó al maestro, de quien fue también grandísimo amigo.

Otro recuerdo personal: una de las primeras exposiciones dedicadas a Givenchy, en el Palais Galliera de París, donde pude apreciar en conjunto su obra, incluidos los atuendos de la entonces joven Carolina de Mónaco y la niña, su hija Carlota. Suscribo la opinión de Marie-José Lepinard en el catálogo: «Todas las prendas de Hubert de Givenchy parecen nacidas a golpe de una varita mágica, como si nadie las hubiese tocado, como el regalo de un hada madrina». Esta es la mejor definición.

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